Con el puño en alto

MNCARS, Madrid
Publicado en El Cultural

El espectador crítico debería preguntarse, antes de nada, por qué se hace una exposición. No siempre tenemos acceso a las estrategias de los museos y centros de arte, o a los objetivos de las empresas o fundaciones con programas de arte. Existe a menudo un trasfondo que convendría conocer, pues determina la programación: comercial, ideológico, diplomático… El Reina Sofía no esconde el suyo. En el número 1 -ahí se quedó- de su nueva revista, Carta, el director del museo lo dejaba claro: su intención es dar cabida en el museo al “proletariado precario” generado por el “capitalismo cognitivo” de las industrias creativas, que anulan a los agentes críticos. El ideario se completa en el fatigoso texto que expone la Misión del museo en su web: uno de sus ejes consistiría en la “constitución de un (…) archivo de archivos, que no sólo sirva para cuestionar la propiedad, sino también para dar voz, y escuchar, al que no la tiene. (…) Si el sistema económico de la sociedad del capitalismo tardío se basa en la escasez, la nueva narrativa se sienta en el exceso”. Es decir, quiere narrar la historia ¿del arte? a partir de lo marginal y en base a la idea de archivo, que “incluye en el mismo nivel documentos, obras, libros, revistas, fotografías” destruyendo la autonomía estética. Con una declarada orientación ideológica.
Cada cual tendrá su opinión sobre la idoneidad de tal programa -compensado, es cierto, por otro tipo de exposiciones en las que suele estar implicada la subdirectora, Lynne Cooke- para nuestro museo estatal, con un presupuesto de 50 millones.
En estos días, domina en el Reina Sofía la línea doctrinaria, con las exposiciones de Asier Mendizabal -su obra ”refleja los procesos de construcción de la identidad nacional al mismo tiempo que examina la escenografía, símbolos y códigos lingüísticos de la izquierda revolucionaria”-, Efrén Álvarez -cuyos dibujos “se presentan como un mapa cognitivo que trata las propiedades de los mercados y la genealogía del capitalismo”- y, sobre todo, esta celebración de la fotografía obrera que funciona como una muestra programática. Sale uno del museo con el puño en alto y tarareando La internacional.
Es una amplísima recopilación de revistas, carteles y fotografías -recuerden: “el exceso”- que traza la historia no tanto de la fotografía que hicieron las clases trabajadoras como de la que las tomó como motivo. Parte de 1926, fecha en la que la revista alemana AIZ pide a los fotógrafos aficionados que aporten imágenes de la vida proletaria y concluye en 1939, con el final de nuestra Guerra Civil. El comisario, Jorge Ribalta, que trabajó durante una década junto a Borja-Villel en el MACBA y ha dedicado otros proyectos a la fotografía documental, ha hecho un gran trabajo de investigación y de consecución de piezas, de las que un buen número han sido adquiridas ahora por el museo. El catálogo, que incluye un importante aparato de textos coetáneos de referencia, explica el desarrollo en diferentes países de esta corriente fotográfica; no así la exposición, en la que faltan, una vez más, apoyos en forma de textos, cartelas, traducciones, que ayuden al visitante a interpretar lo que ve. Ni siquiera se nos indica cuándo pasamos de un país a otro.

Tanto el catálogo como la exposición pasan de puntillas por la crítica estética y política del material. Estas imágenes son a la fotografía lo que el realismo socialista, que es un poco posterior, a la pintura: una estética apartada de la vanguardia y subordinada a la propaganda. Estéticamente, son particularmente valiosas las fotografías rusas, con sus rasgos formales vanguardistas, que se dan también, en Alemania, en el entorno de John Heartfield. En realidad, como aclara Erika Wolf, la mayoría de estos fotógrafos no eran proletarios sino aficionados de clase media o, más frecuentemente, fotógrafos profesionales que trabajaban para las revistas que lideraban este mercado. En la extensión a otros países europeos hay mucha reiteración de esquemas y cada vez mayor convencionalismo. Se establece una retórica que, en retrospectiva, se fundamenta en la pintura decimonónica a la que nos referimos, según autores, momentos y países, como realismo social, naturalismo o realismo socialista: el retrato más o menos fiel de la realidad social, que va de la compasión a la reivindicación. Y cuando se llega a la sala en la que se han colgado las maravillosas imágenes mexicanas de Paul Strand y de Tina Modotti se comprueba que sí hay una diferencia entre la obra de arte y el documento.

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