El malogrado hijo de Van Gogh
Caixaforum, Madrid
Publicado en El Cultural

La vida de Vlaminck (1876-1958) da para biopic: corredor ciclista y regatista, redactor anarquista de Le Libertaire, violinista de cabaret en Montmartre, saltador de pértiga, aficionado a la lucha grecorromana, las motos y los coches, pintor autodidacta y contrario a cualquier forma de academia. Tenía aspecto de forzudo de circo, una imagen adecuada a la vocación “heroica” de la vanguardia. Está en los manuales de historia del arte por su participación en el fauvismo que, como explica John Elderfield en su clásico estudio, comprendía tres círculos distintos: el de Matisse y sus condiscípulos en el estudio de Moreau, la “escuela de Chatou” (Derain y Vlaminck) y el grupo de El Havre. El más “salvaje” de todos fue tal vez Vlaminck, por su audacia colorista y por su personalidad: Matisse no quería tocar duetos con él, pues ejecutaba siempre fortissimo. Conoció a André Derain en un tren, en 1900 y comenzaron a pintar juntos en un taller que alquilaron en la isla de Chatou, uno de los escenarios predilectos de los impresionistas. Es difícil saber qué tomaron el uno del otro, pero está claro el impacto que en ambos, y más en Vlaminck, tuvieron las exposiciones de Van Gogh (1901 y 1905). “Quise más a Van Gogh que a mi propio padre”, dijo, y durante un breve período de tiempo fue el más digno heredero del holandés. Con colores puros y pinceladas planas, su madurez salvaje dio como resultado algunos de los cuadros más expresivos y potentes del momento.
Esta exposición, coproducida con la empresa sVo Art y procedente del Musée du Luxembourg —donde conmemoró el 50 aniversario de la muerte del artista—, se centra en los primeros tres lustros de su trayectoria, sin que se entienda bien por qué se detiene en 1915. De los 62 cuadros seleccionados por Maïthé Vallès-Bled, que conoce bien la obra de Vlaminck por haber hecho el catálogo crítico de su período fauvista, sólo 22 corresponden a éste —con un buen número de obras significativas y de alta calidad—. El abandono del color puro se produce en 1908 tras alcanzar la estabilidad económica gracias a la apuesta que por su trabajo hizo el marchante Vollard y, sobre todo, al encontrar un nuevo padre en Cézanne, cuya retrospectiva de 1907 en el Salón de los Independientes supuso un giro en la construcción de sus imágenes. Aún mantiene el vigor creativo durante unos años pero, a partir de 1911, decae vertiginosamente. Y con él la exposición. Que se reanima con la inserción de un grupo de estupendas esculturas africanas que pertenecieron al artista. Vlaminck fue al parecer el primero de los fauvistas en coleccionarlas, aunque lo hizo por consejo de Derain, y el interés de ambos es anterior al de Picasso. Aunque difícilmente se encuentra en su obra el eco de las formas africanas, en la exposición hay algún indicio de ello, como el gran óleo de las Bañistas, que le vincula además a una de las tradiciones iconográficas modernas.