Paolo Grassino. Teatro de anatomía
Galería Fúcares, Madrid
El Cultural

El territorio del arte es tan amplio como el del del pensamiento y el de la experiencia. Sin embargo, cada época —y las épocas son cada vez más breves— tiene sus asuntos preferidos, sus motivos recurrentes y sus procedimientos más habituales. El arte, marcado férreamente por ideas imperantes, modas y mercado, tiende hasta cierto punto a homogeneizarse. No se puede pensar que Paolo Grassino (Turín, 1967) sea un artista del todo anacrónico, pues pueden encontrarse en su práctica inquietudes y formas de hacer propios de nuestros días, pero sí que actualiza y hace emerger corrientes de fondo en la historia del arte que vienen de muy lejos y que siguen teniendo hoy pleno sentido. Las primeras obras suyas que conocimos, en la misma galería Fúcares en la que ahora expone, hace cinco años, se inscribían en su serie sobre la caza, con ciervos y perros como figuras principales. Ahora se ha centrado en el cuerpo humano, en sus entrañas y sus circuitos energéticos. Es una transición perfectamente coherente. Grassino lleva años dando forma a un tema único, con sus ramificaciones: el natural pero cruel encuentro entre la pulsión de vida y la amenaza de muerte, que se expresa generalmente de un modo violento. Y teatral. Aunque ha realizado figuras aisladas, sus animales se mostraban a menudo en grupos, a veces grandes escenas que se reducían a dos dimensiones, transformando en “tapiz” —formato en el que la temática cinegética abunda— su particular construcción de superficies a base de tiras de espuma monocroma. En esta exposición, en la que muestra una evolución técnica hacia materiales también sintéticos como el poliestireno y la resina combinados con otros tradicionalmente constructivos como el cemento y el aluminio, el escenario es el de un teatro de anatomía. La instalación de mayor tamaño, y más impresionante, titulada Madre, simula un fragmento agigantado de sistema circulatorio, cubierto por una capa de la cera roja que se emplea en la fundición por “cera perdida”: un uso que subraya la supuesta condición de molde, de materialización de un hueco. El mismo método sirve para las esculturas de aluminio gris que parecen reproducir el sistema bronquial respiratorio. Sangre y aire son fluidos vitales “congelados” por el artista, que también escenifica otras energías que nos atraviesan: el sonido, en Trasvases, o las fuerzas (gravedad) y magnitudes físicas (masa, longitud, densidad, temperatura, velocidad) que miden las relaciones entre espacio y cuerpos, en Semilibertad. Los circuitos ramificados recuerdan al árbol, sobre todo en su sistema radicular, e inciden en la asimilación que siempre se ha dado en su trabajo entre los reinos vegetal y animal —en las semejanzas formales y energéticas— y mineral —en los materiales utilizados—.
Se podría decir que Grassino es un escultor “esencialista” que busca la fijación de lo fugitivo, de lo que fluye; al igual que en sus obras con animales el referente podía ser la taxidermia, que imita la apariencia de vida, en estas otras sobre el cuerpo humano resuenan las técnicas ideadas por los científicos para conservar y estudiar los órganos. En todas estas modalidades escultóricas —artísticas o no— late una oscuridad y un dramatismo que no es posible soslayar. En momentos anteriores, las obras de Grassino, con su pulcra realización y su atractivo formal, no nos conducían de partida hacia ese lado oscuro, que se insinuaba de una manera más o menos sutil; ahora la misma primera impresión es algo siniestra. La invitación al tacto (la elasticidad de la esponja) ha desaparecido, sustituida por una cierta repulsión. La exhibición de lo visceral, así como la reducción de las figuras a siluetas, a sombras, suscita una atmósfera algo tétrica. Pero esto supone sólo un salto cuantitativo, no cualitativo. Finalmente, lo que el artista está realizando es una exitosa puesta al día de la estatuaria, de la escultura figurativa, tan difícil de tratar hoy sin caer en el pastiche, en el plagio o en la insustancialidad.