¿Qué es lo que distingue el coleccionismo actual del de períodos anteriores? Más allá de los récords en subastas, de la multiplicación y el éxito de las ferias de arte contemporáneo, de los titulares de prensa, estamos asistiendo a una pérdida del aura cultural, al agotamiento de la idea de que para coleccionar hay que tener cierta formación y una elevada sensibilidad para el arte. En la historia se han dado casos legendarios de grandes fortunas extinguidas por una pasión coleccionista, de amantes del arte que han puesto sus bienes al servicio del mecenazgo, o, más meritorio aún, de medianas economías que han renunciado a otros placeres para dedicar todo excedente a la adquisición de las obras deseadas. Ya no hablamos de obsesión o de deseo en relación al nuevo coleccionismo: hablamos de inversión. El arte se ha situado siempre en la esfera del “gasto improductivo” (en terminología de Bataille); es incuestionable que la actividad artística se inscribe en un marco económico, y el coleccionismo, desde luego, ha jugado y juega un papel de representación social importantísimo pero, hasta hace poco, no se había contemplado la adquisición de obras de arte como negocio. Se compraba para atesorar; hoy el nuevo coleccionista compra para vender. Se respira un optimismo insensato que da por seguro que no habrá caída. Se evita con cuidado la palabra “burbuja” (una realidad) y se esgrimen argumentos para convencer(se) de que el hundimiento de principios de los noventa no puede volver a darse en el contexto actual (por la globalización del mercado del arte y la diversificación de los “productos” más buscados). Una gran orquestación propagandística está en marcha: las numerosas empresas asesoras creadas en estos años, las revistas especializadas en el mercado del arte, los grandes oráculos como la web Artnet y hasta las secciones económicas de los periódicos vociferan los éxitos de estas inversiones y presentan como promesa cierta de ganancia lo que no es más que una insegura apuesta. No puede haber brechas en el entusiasmo, pues sólo mientras nuevos inversores demanden obras de arte podrán éstas incrementar sus precios. Pero sólo mientras la economía de los países desarrollados crezca y el dinero fresco busque puerto se mantendrá el tinglado.
Uno de los rasgos más llamativos en el panorama reciente es que el arte se ha asimilado a cualquier otro artículo de consumo o inversión. Las ferias de arte ofrecen el producto sin mediaciones, exactamente de la misma manera —y en los mismos espacios— que se expone y vende el mobiliario, la tecnología informática o los juguetes en otras ferias. El comprador agradece la accesibilidad y comprueba que, en este contexto familiar que tiene en cuenta los hábitos de consumo, “sabe comprar” arte. Las galerías, y en especial las más poderosas, siguen imponiendo una distancia psicológica al potencial pequeño coleccionista, pero cada vez es más frecuente la visita de espectadores, y algunas iniciativas tienden a facilitar los primeros contactos. Hace dos años, por ejemplo, el Arts Council England lanzó un programa llamado Own Art para promover la iniciación al coleccionismo. Se trata de un crédito de un máximo de dosmil libras (casi tresmil euros) que el solicitante puede devolver en diez mensualidades sin intereses y con el que puede adquirir obras de arte en 250 galerías de Inglaterra y Escocia. Pero, no nos engañemos, el coleccionismo sigue protagonizado por las élites económicas.
En la zona superior del espectro, los más voraces coleccionistas de hoy no suelen ser personas con una gran formación cultural o un gran patrimonio histórico, sino empresarios o inversores que han conseguido grandes fortunas. Existen magníficas colecciones internacionales que siguen criterios coherentes y que buscan lo mejor de los artistas, de los períodos o de los medios que han escogido como núcleo de la colección. No son éstas, naturalmente, las que han hecho subir las cotizaciones hasta límites absurdos. Son los especuladores que compran a un relativamente reducido número de artistas y que, cuando no pueden adquirir sus obras en las galerías (por el exceso de demanda), pagan lo que sea en las subastas.
Y en un punto intermedio, entre el “modesto” comprador de obras de tresmil euros y el tiburón, se sitúa un nuevo tipo de coleccionista que, frente a la ampliación del consumo de lujo del primero y a la pasión especuladora del segundo, encarna la frialdad del cálculo económico. Me refiero al partícipe en los fondos de inversión en arte contemporáneo. Al socaire del auge del mercado, y a la vista de la revalorización de ciertas obras, el inicio del siglo XXI trajo los fondos artísticos. Por lo general, los inversores no depositan en ellos todo su capital: es una manera, se dice, de diversificar los campos de inversión y de evitar en alguna medida los vaivenes de los mercados de valores. Uno de los pioneros fue el Fine Art Fund de Philip Hoffman, antiguo directivo de Christie’s que creó esta herramienta de inversión en 2000. La estrategia consiste en convencer a un determinado número de inversores para que aporten una importante cantidad con el propósito de adquirir, con el debido asesoramiento de expertos, obras de arte. El Fine Art Fund paga un 7’5% a los asesores que adquieren las obras, retiene un 2% del valor del fondo en concepto de gestión y un 20% de los beneficios. Tiene inversores en diez países (incluido España), que en algún caso han arriesgado hasta diez millones de dólares. Ofrece intereses anuales de entre un 10 y un 15% y, por una tarifa anual del 1’25% del valor de la pieza, el inversor puede colgar una obra en su casa.
(Existe una práctica especulativa asociada a los fondos de inversión y responsable de ciertas subidas injustificadas de precios. Si un coleccionista, o un fondo, posee diez obras de un artista y compra una undécima a un precio deliberadamente más alto que el pagado anteriormente, esa operación le sirve para recalcular el valor de todas esas obras, y por tanto de sus activos, de acuerdo con la cotización más elevada).
Este tipo de operación ha sido imitada por numerosas entidades financieras en los últimos años, e incluso ha llegado a España. Primero orientada a los pequeños inversores y con el fracaso estrepitoso del fondo de obra gráfica Arte y Naturaleza, empresa que ofrecía elevados intereses anuales basándose en las ediciones de grabado que producía: ediciones infladas de precio que de ninguna manera podían incrementar su valor al ritmo prometido. Después con ambiciones mayores. Hace poco se ha inaugurado en el IVAM una polémica exposición en la que se muestra la colección de uno de los primeros fondos de arte creados en España, Valencia Arte Contemporáneo (lanzado por la consultora de Pablo del Val, Untitled, y la banca Fortis), que pretende rentabilidades del 11% anual. Con la censurable estrategia de utilizar un museo público para incrementar el valor de las obras. Y está pendiente de arrancar Valsart Gestión, que promete el 10% para los 30 millones de euros con los que quiere ponerse en funcionamiento.
La confianza en el ininterrumpido aumento futuro de valor del arte se ha traducido en otro tipo de producto financiero, esta vez orientado a paliar la proverbial inseguridad económica de los artistas. El modelo es bien reciente: en 2004 se instituyó el Artist Pension Trust, avalado por David Ross (antiguo director del Whitney Museum de Nueva York y el San Francisco Museum of Modern Art) y gestionado por la empresa MutualArt, que ya ha promovido estos fondos en Berlín, Londres, Los Ángeles y Nueva York, y experimenta una rápida expansión. La idea es que los artistas aporten obras propias durante un tiempo y obtengan un elevado porcentaje de la venta de las mismas una vez éstas hayan alcanzado precios más altos. En noviembre del año pasado se presentó públicamente el primer “depósito” de este tipo en España, Ars Fundum, que mostrará en ARCO ’07 (donde contará con un stand) parte de la colección que ha ido reuniendo en los últimos meses. Un máximo de 150 artistas, seleccionados por un comité de expertos (compuesto en la actualidad por Juan Manuel Bonet, Javier González de Durana, Fernando Huici, Leonor Nazaré y Álvaro Villacieros), entregarán al fondo veinte obras a lo largo de veinte años. Ars Fundum se compromete a promocionar a esos artistas a través de la exhibición, catalogación y publicidad de la colección, y a poner sus obras en el mercado en el momento más favorable, reteniendo un 25% de la venta; del resto, la mitad se ingresa en la cuenta personal del autor y la mitad en una cuenta común de todos los artistas participantes en el fondo. A pesar de que el proyecto está planteado con seriedad, su éxito no parece en absoluto seguro. Veinte años es mucho tiempo y 150 artistas son muchos artistas. La mayoría de los contactados no son pesos pesados en el mercado actual (los que venden sin dificultad y a buenos precios no necesitan este producto) y nadie puede afirmar que vayan a seguir en la brecha en 2026. Echen la vista atrás e intenten hacer una lista de sólo un centenar de artistas prometedores en 1986: ¿cuántas de sus obras habrían supuesto una gran inversión? ¿cuántos han quedado relegados al olvido más absoluto? Basta con echar un vistazo a las revistas y suplementos culturales de la época, a las colectivas… Si repasamos los listados de participantes en, por ejemplo, el Salón de los 16, que era ya un balance de lo mejor de cada año, veremos que de aquellos artistas, junto a los que han ido para arriba, no pocos desaparecieron de la escena artística, o son poco valorados.
Una de las razones por las que el arte contemporáneo es una inversión insegura la hallamos en la propia idea de modernidad. Lo moderno es lo que está al día, lo que está de moda. Y la moda, por mucho que pueda ser cíclica, pasa por definición. En el escenario consumista de un mercado en el que el arte se equipara a cualquier otro producto, las modas artísticas pesan lógicamente más rápidamente que en otros momentos. En la época de las vanguardias y de los ismos era habitual que los artistas modernos adoptaran una de las corrientes estéticas dominantes (a veces de forma ecléctica, a veces evolucionando en otra dirección con el tiempo). Esas corrientes eran igual que ahora pasajeras, pero al menos se mantenían unos años, incluso alguna década, y quienes no acertaron al no dar con los artistas que la historia del arte ha designado como fundamentales pudieron ver revalorizadas sus adquisiciones a través de etiquetas como “escuela de x” o “movimiento y”. Hoy es tal la diversidad de tendencias y tan rápido su ir y venir que ese tipo de categorización no va a servir cuando se revise la época y cuando se reajuste el valor económico de las obras. Hay cientos de miles de artistas trabajando en el mundo entero y seguramente decenas de miles en el mercado artístico: la gran mayoría de ellos serán en el futuro borrados del mapa. La necesaria durabilidad del producto en el que se invierte, la permanencia de su valor, el incremento prometido por la escasez de ese bien… todo eso no se da en el mercado del arte actual. Lo cual explica, en parte, por qué los especuladores persiguen las obras de los mismos artistas (habiendo tantísimos): de esa manera fuerzan la escasez y aumentan la demanda (y por tanto, las cotizaciones).
La presente situación presenta una debilidad añadida: se está comprando sin criterio. La crítica (que tiene que replantearse su función, sus estrategias) no es escuchada por la mayoría de los coleccionistas. Algunos de los best sellers artísticos han sido machacados por los críticos de varios países, sin la más mínima repercusión. En el manual para el joven especulador que ha publicado Taschen (él mismo coleccionista a la moda), escrito por “uno de ellos”, el magnate neoyorquino Adam Lidenmann, se recomienda hacer caso omiso a los artistas (que suelen equivocarse, dice, al valorar su propia obra) y a los críticos de arte y directores de museos: los primeros no tienen ya ninguna influencia y los segundos están dominados por los prejuicios contra las obras comerciales. En la última feria de Miami, los galeristas españoles que tuvieron allí stands venían sorprendidos: no sólo habían colocado sin problemas las obras de sus artistas más internacionales sino que habían dado salida a obras de completos desconocidos, compradas por puro capricho. En determinadas galerías internacionales se venden las obras de artistas muy jóvenes a precios desorbitados. Y, lo que es más novedoso, llegan inmediatamente a las subastas: en el puesto 17 de los 100 artistas contemporáneos más vendidos en las casas de subastas en 2006 (según Artprice) figura Matthias Weischer, un pintor aceptable nacido en 1973, con 16 lotes vendidos por valor de más de 1.600.000 euros. Pero si esas obras de debutantes debieran volver en un momento menos favorable al mercado, por medio de las subastas, sería fácil que se quedaran sin comprador. Algunos de los artistas más cotizados producen obras muy tontas, muy espectaculares y coloridas pero sin ninguna profundidad (tipo Takashi Murakami) y sin ninguna perspectiva de permanencia en la historia del arte. Nadie sabe por dónde irán los tiros en las próximas décadas, pero parece sensato pensar que los artistas más serios, que trabajan de forma coherente sobre ámbitos formales o argumentales de transcendencia, que aúnan planteamientos inteligentes o profundos y resultados plásticos contundentes, irán más lejos que quienes no tienen otro objetivo que epatar o que decorar los salones y las oficinas con imágenes que den un aire de actualidad y atrevimiento al dueño de la casa o al negocio. Porque los estilos decorativos son igual de volátiles que la moda.
A los asesores les preocupan estas cuestiones. A pesar de que no pueden dejar ver ninguna desconfianza hacia el mercado, muchos tienen sus listas de valores “seguros”. Listas que, cuando se dan a conocer, no resultan demasiado creíbles. Porque siguen pensando en rentabilidades para pasado mañana, y manejan los datos de las ventas de ayer mismo. Que un artista triunfara ayer no significa que vaya a mantenerse en el candelero para siempre. Y no basta con que se le considere bueno, porque en la valoración del arte juegan un papel determinante los gustos: los personales y los epocales. Los directores de museos o centros de arte más importantes, los comisarios, los grandes coleccionistas de 2020 decidirán la historia del arte del siglo XXI, de acuerdo con lo que en ese momento interese, con las tendencias estéticas futuras (del todo inimaginables). Por no hablar de la evolución de los soportes de la creación: en veinte años podríamos tener un arte completamente inmaterial. O no. El arte contemporáneo está en crisis, en el sentido de que se está redefiniendo en profundidad, en este mismo instante, así que hablar de valores “seguros” es un disparate.
En el arte, lo difícil no es tener un momento de gloria (aunque ese privilegio esté reservado a unos pocos): lo difícil es seguir creciendo y convenciendo a lo largo de las décadas. Lo que interesa hoy puede que se desprecie mañana, sea bueno o malo. Los más grandes artistas son los que siguen fascinando al amante del arte a los 70, a los 80 años. Los que, si bien fieles a sí mismos, saben responder a los tiempos cambiantes, o saben encontrar principios duraderos que no están atados a las modas, que las sobrevuelan. Las obras de esos artistas, pensaríamos, son buenas inversiones. Pero las tendencias del mercado internacional nos demuestran que no están en los primeros puestos, entre los más demandados.
Si está dentro de sus posibilidades, compren arte. Pero por placer, por afinidad con lo que el artista propone, con emoción, por necesidad de ampliar la visión, de participar en el devenir de la creación. Para atesorar, no para vender.
Revista de Occidente. Febrero de 2007