Ojos del siglo XX. Homenaje póstumo a Cartier-Bresson, Avedon y Newton
Arquitectura Viva, nº 99, Madrid, 2004.

Con la muerte de Henri Cartier-Bresson, Richard Avedon y Helmut Newton en el año 2004 desaparecen tres de los más claros paradigmas de “fotógrafo aureolado”, una especie que los derroteros recientes del medio han puesto en evidente peligro de extinción. Son tres personajes desde luego muy diferentes entre sí, pero comparten el haber encarnado una concepción del fotógrafo como sagaz intérprete de una realidad que es moldeada por su mirada singular.

Las grandes revistas de información o de moda, a las que adeudaron su reputación, se disputaron sus imágenes y, en un siglo que ha visto al retrato pictórico eclipsarse casi por completo, ricos y famosos guardaron turno para ser inmortalizados por ellos. Trabajando casi siempre en blanco y negro, a menudo por encargo, y evitando las manipulaciones de laboratorio —más aún las digitales— los tres se sitúan en un territorio intermedio entre el reportaje y el arte, entre el periodismo o la publicidad y la creación. Hasta aquí las similitudes entre ellos. Porque mientras Cartier-Bresson huyó de la celebridad y mantuvo una actitud íntegra de compromiso humanista, siempre en contacto con el arte y la intelectualidad, Avedon y, sobre todo, Newton cultivaron una imagen más frívola de tíos guapos, ególatras y geniales, que transforman en oro mediático lo que su ojo trasladaba a la emulsión. Pero observen cómo tanto en la pupila de la mujer amordazada de Cartier-Bresson cuanto en las gafas de sol de la mujer policía de Newton se vislumbra la silueta del fotógrafo…

Cartier-Bresson (Chanteloupe, Seine-et-Marne, 1908 – L’Isle-sur-la-Sorgue, Vaucluse, 2004) acuñó la expresión que mayor trascendencia ha tenido para la fotografía de reportaje en todo el mundo: el “instante decisivo”, definido por él como “el reconocimiento simultáneo, en una fracción de segundo, de la significación de un hecho y de la organización precisa de las formas que dan a ese hecho su expresión adecuada”. Pero, además, fue fundador en 1947, junto a Robert Capa, George Rodger y David Seymour, de la célebre agencia Magnum, con la que se pretendía asegurar la independencia del fotógrafo respecto de las publicaciones más poderosas, y de la que se distanció en los años sesenta a causa de su progresiva mercantilización. La ingente producción de Cartier-Bresson —que abarca no sólo testimonios directos una sucesión de momentos clave en la historia reciente sino también una mirada lúcida a la sociedad desde su base, así como paisajes y retratos— se caracteriza por la inmediatez y la puntería de su visión, armada de una inseparable Leica. Pero esa cualidad es matizada por una notabilísima habilidad, que ganaría más y más peso con los años, para la composición geométrica y de volúmenes que debió adquirir en la escuela de pintura del post-cubista André Lhote, a la que asistió antes de descubrir su vocación. Pese a partir de los aledaños del Surrealismo, con cuyos popes se relacionó, los graves acontecimientos europeos de los años treinta le llevaron a ser consciente de la necesidad que su tiempo tenía de testimonios veraces y elocuentes. Fue cronista de la Guerra Civil española o de la Resistencia francesa pero, al finalizar la II Guerra Mundial, aunque continuó realizando reportajes políticos o bélicos, el mundo de la cultura fue ganando cuota en sus intereses; fue asistente del cineasta Jean Renoir en varias películas, e hizo series magníficas de retratos a artistas de diverso talante, algunas de las cuales se convertirían en las efigies “definitivas” de los mismos: Matisse, Bonnard, Faulkner y, por encima de todos, Giacometti, al que fotografió durante años y a cuya relación dedicará la Kunsthaus de Zurich una muestra a partir del próximo mes de abril.

La trayectoria del americano Richard Avedon (Nueva York, 1923 – Texas, 2004) es de alguna manera opuesta a la del gran maestro francés, en cuanto que su obra más intensa por su contenido, por su significación, se produce en el último tramo de su carrera. Ésta arranca imbuida de la frivolidad más absoluta, la que reina en revistas de moda como Harper´s Bazaar o Vogue. Avedon inventó una nueva forma de fotografiar a las modelos, más libre y expresiva, y revistió a las estrellas de los años cincuenta y sesenta de sofisticación. Era tan famoso ya a los treinta y tantos años que Stanley Donen hizo en 1957 una película basada en él, Funny Face, interpretada por Fred Astaire y Audrey Hepburn. Dos años más tarde colaboraba con el gran Truman Capote en un libro mítico, Observations, un fresco de lo más granado de la sociedad y la cultura del momento. Desde entonces, el retrato —con un estilo propio, áspero y poco complaciente— ha sido el género en el que Avedon ha brillado con más fuerza, y no tanto en los encargos de particulares o de publicaciones (fue desde 1992 primer fotógrafo de The New Yorker) como en sus empresas artísticas más arriesgadas, la más importante de las cuales es la gran serie In the American West, realizada entre 1979 y 1984. Es una batería de más de un centenar fisionomías realmente imponente, en la que confiere monumentalidad y solemnidad a los trabajadores de los estados de la costa Oeste, presentados sobre un fondo blanco uniforme y con expresiones austeras, profundamente dignas, a años luz de las falacias sobre el sueño americano.

Si este trabajo de Avedon creó alguna controversia cuando fue dado a conocer, qué decir del rey de la polémica en la fotografía del siglo XX, Helmut Newton (Berlín, 1920 – Los Ángeles, 2004), que nunca supo —ni seguramente quiso— salir de las páginas de las revistas más banales. Hasta su muerte fue motivo de murmuración y se ha llegado a plantear si ésta no sería una puesta en escena, la última de una vida que él quiso legendaria. Qué curioso que la película en la que se mostró más interesado en alguna entrevista, Crash, de Cronenberg reflejara precisamente la asociación de sexo y accidentes automovilísticos que se produjo en su fin, y que algunos de los grandes mitos populares contemporáneos tuvieran esa misma muerte, de Jane Mansfield a Pollock. Newton había tomado a principios de los sesenta, de otro fotógrafo de Vogue, Claude Virgin, el estilo abiertamente erótico para la fotografía de moda, y lo llevó a límites francamente ridículos. Ya saben, mujeres imponentes, en actitudes sado-maso, lésbicas, en escenarios decadentes… Si Avedon fue el fotógrafo del glamour, Newton lo fue del “porno chic”. Y si quienes aspiraban a ser retratados por aquél pretendían parecer elegantes, los modelos de éste querían ser atrevidos. Pero fue mucho más moderno que Cartier-Bresson y Avedon en un aspecto: la cuidadosa teatralización de sus fotografías, que le acercan a una sensibilidad artística más actual, como indica la pasión que sintió por él el influyente editor Benedickt Taschen, quien coleccionó sus grandes desnudos y le dedicó el libro más grande de la historia: Sumo.