No se entiende nada en esta magia
Museo del Prado, Madrid
Publicado en El Cultural

Nadie vio cómo pintaba y se rumoreaba que lo hacía con los dedos. No sería de extrañar, pues sufrió ya en edad madura un envenenamiento provocado por el contacto con el plomo de los pigmentos que afectó gravemente a su visión y le obligó a dejar el óleo por el pastel. Ese secretismo, la lentitud con que trabajaba y la oportunidad de su “modestia” en un momento de reacción al rococó, fomentaron una demanda que se expandió desde los círculos artísticos y aristocráticos parisinos a las cortes de Austria, Suecia, Prusia, Inglaterra y Rusia. Con pequeños bodegones y apacibles, casi anodinas, escenas de género. Pero es que, como dijo Thomas Crow, vino a ofrecer género nórdico, el gusto dominante -dice- entre las minorías selectas de París a San Petersburgo, “purificado de su aburrida intención moralizante o de su incómodo humor popular”. Jean Siméon Chardin (París 1699-1779), humilde hijo de un artesano ebanista, supo hacer carrera ocupando puestos importantes en la Real Academia -aunque ingresara como maestro en el menor de los géneros, “el talento de los animales y las frutas”-, vendiendo bien, convirtiéndose en artista célebre también entre las clases populares a través de los numerosos grabados que se hicieron de sus obras y prosperando socialmente al casarse en segundas nupcias con una viuda rica.

Su biografía es una aburrida sucesión de informaciones sobre su vida académica, sus encargos y sus comparecencias en el Salon, rota sólo por los dramas personales que tuvo que afrontar: la muerte de su primera esposa y de su hija, y el suicidio de su hijo, al que preparaba para triunfar como el gran pintor de historia que él no pudo ser, ahogado en Venecia. Irónico: Chardin nunca hizo ese Grand Tour que llevaba a todo pintor con ambiciones a Italia. Empezó pintando un conejo del natural y ganó la aprobación de los académicos con esa chocante raya destripada que se muestra en esta excelente exposición comisariada por uno de los grandes expertos en su obra, Pierre Rosenberg, coproducida por el Palazzo dei Diamanti de Ferrara, desde donde llega a Madrid. Se han conseguido para el Prado 57 pinturas -hay unas 200 catalogadas- de 35 museos y algunas colecciones particulares. Algunas más que en Ferrara. Como Rosenberg subraya, en España hubo muy poca afición a Chardin y en los museos, salvo en el Thyssen, no tenemos obras suyas, así que ésta es una gran ocasión para conocerle mejor. Si eso es posible. Ya Diderot decía que “no se entiende nada en esta magia”. Crow habla de “técnica trascendente” y otros historiadores anglosajones como Norman Bryson, Michael Baxandall y Michael Fried han elaborado complejas e interesantísimas teorías -“sobreinterpretaciones”, sentencia algo injustamente Rosenberg- relacionadas con la física, la investigación sobre la percepción visual o el contexto sociológico para explicar por qué estos sencillos bodegones han fascinado a artistas y críticos sobre todo a partir de mediados del siglo XIX. Le admiraron Manet, Matisse, Soutine, Juan Gris o Morandi. Cézanne, en quien la influencia es constante, decía de sus bodegones: “Los objetos se penetran entre sí… No cesan de vivir, verdad…. Se esparcen insensiblemente a su alrededor, mediante reflejos íntimos, como nosotros con nuestras miradas y nuestras palabras… […] Por eso sorprendió todo ese encuentro, en el ambiente, en las partículas más tenues, ese polvo de emoción que envuelve los objetos”.

La distribución cronológica y en pequeñas “capillas” de las obras permite ir diferenciando las etapas que atravesó en su larga vida artística. Chardin no hubiera pasado con tantos honores a la historia de haber perseverado en sus primeros bodegones con animales y cacharros de cocina. Pero ya con 38 años empezó a pintar figuras. Y en los primeros años de esa dedicación realiza las maravillosas medias figuras de niños y jóvenes absortos en juegos o aficiones. En esos cuadros, entre otros, basa Michael Fried su interpretación de la pintura francesa del XVIII como una diálectica entre la absorción y la teatralidad, y con algunos de ellos -El niño de la peonza, Una niña jugando al volante, Dama tomando el té, El joven dibujante- se construye en el museo un sublime cuadrilátero en el que el espectador sigue con la mirada las miradas inmóviles de los personajes. Ahí está la “magia” de Chardin, y en los bodegones a los que regresa con casi 50 años, que son ya otra cosa. Las pequeñas escenas domésticas, con más figuras de cuerpo entero, no están a la altura. Cuando hay “lugar”, Chardin es un buen pintor más. Las “figuras absortas” están en ninguna parte; hay mesas o alguna silla pero casi nunca se puede reconstruir una referencia espacial. Están de alguna manera en el aire, como la peonza congelada en su giro, o -en otras obras ausentes- las cartas con las que un niño hace castillos. Y la misma impresión producen a veces los objetos de sus bodegones, sobre todo en su primera etapa, mal apoyados en repisas que a su vez quedan flotando en un espacio inespecífico y estrecho. Un aire en el que flota el “polvo de emoción” que describía Cézanne.

Uno de los rasgos que distingue la obra de madurez de Chardin, frente a sus primeros bodegones, es el uso del blanco. En la exposición, hace su gran entrada en la falda de la niña que, con la raqueta y el volante en las manos, se ha quedado apoyada en el respaldo de una silla, mirando algo que está fuera del cuadro. La pintura blanca, aun muy craquelada -por favor, que la dejen así-, introduce en la composición un resplandor mate que encontramos en obras del mismo año, en la jarra de cerámica del célebre bodegón de la tabaquera, en la casaca del niño que afila su portatizas; o posteriores: otra vez telas, lozas yesos.
A Chardin, dice Rosenberg, le cuesta pintar. No tenía la facilidad y el brío de otros, y todo parece trabajoso y meditado. Él, que pintaba todo “del natural”, no era capaz de representar en condiciones un paisaje, ni siquiera una flor. Alguna obra temprana, como Perro de aguas-no expuesta- se sitúa en un exterior, pero es tan artificioso que lo asimilamos a un escenario de cartón piedra.

El joven que hace pompas se asoma a una ventana que parece abrirse a otra habitación; la vegetación que aparece en una de las tres versiones de la misma composición -otra de las salas protagonistas- es una rama cortada y puesta de adorno. Quizá no fuera equivocada la limitación que le impuso la Academia al “talento de los animales y las frutas”. Si no fuera por esas extraordinarias figuras abstraídas. Cuando vuelve al retrato, ya al pastel y con problemas de visión, ha perdido, o ha dejado de interesarle esa capacidad de suspensión de las figuras, las cosas y las miradas.