¿Por qué nos atrae lo que brilla? ¿Por qué le otorgamos valor? Desde los orígenes de la humanidad hemos atesorado e intercambiado objetos que resaltan en el entorno natural por su capacidad de reflejar la luz: conchas nacaradas, plumas irisadas, pieles lustrosas, piedras pulidas y transparentes, metales preciosos como el oro y la plata… Se trata de una fascinación que tiene base antropológica y que con el desarrollo de sociedades más complejas se integró en diversos sistemas de creencias en los que la luz es o representa la forma más pura de la divinidad o de la espiritualidad, siendo las superficies reflectantes su símbolo o su manifestación en la esfera de lo material. Así ocurre en el islam, en el que la noción de luz (nur) es de importancia capital y ha tenido una resonancia infinita en las artes durante siglos. Las más bellas arquitecturas islámicas, que expresan un universo moral y una visión de un paradisíaco más allá, son perfeccionados artefactos para potenciar la vibración —a menudo coloreada— de la luz en sus estancias y en sus superficies. Y en esas grandes maquinarias simbólicas juegan un papel muy relevante los revestimientos de cerámica vidriada, que se popularizan a partir del siglo XII. También en el trabajo de Arancha Goyeneche es la luz un pilar, plástico y semántico, que participa en la construcción de otro tipo de trascendencia. En su práctica artística, encuadrable en la «pintura-sinpintura», emplea materiales y elementos que le permiten incorporar la luz en la obra no como representación sino como presencia real. Los vinilos industriales que maneja desde hace casi 25 años incluyen modelos de alto brillo y potencial reflectante que hacen que la luz «entre» en la composición, interactuando con colores y formas geométricas, como podemos comprobar de manera palmaria en esta serie titulada Sticked painting. En otras obras, la manifestación de la luz es más literal aún, al intercalar tubos fluorescentes coloreados entre los paneles con vinilos; además, ha integrado en ciertas piezas la fotografía y las proyecciones de vídeo, que son «artes de la luz».
Pero, como decía, no se trata de un recurso exclusivamente plástico: la abstracción geométrica formulada por la artista tiene unas poderosas resonancias paisajísticas y es precisamente la luz, indisociable del color —que, recordemos, no es más que una interpretación neurológica de las ondas electromagnéticas que emiten los objetos cuando son iluminados—, la que traslada de manera más poderosa ese fondo de significado. Todo paisaje conlleva una situación cromático-lumínica; para Arancha Goyeneche, a la inversa, toda situación cromáticolumínica conlleva un paisaje. Las Sticked paintings serían, así, un calidoscopio de paisajes sureños: jubilosos, restallantes de luz.
La geometría y la ornamentación en las artes islámicas tienen, igualmente, un vínculo clarísimo con la naturaleza. El jardín terrenal y el paraíso prometido son a menudo aludidos, incluso en las formas no figurativas, a través de diseños y colores. Con las lógicas variantes regionales, hay una predominancia en la decoración de los colores del espacio natural: el azul del cielo, el verde del mirto y la vegetación, el amarillo del sol, el blanco de la claridad diurna y el negro de la oscuridad nocturna. Esos colores se combinan en los tejidos, en las alfombras, en las piezas de cerámica, en los manuscritos iluminados… Pero es quizá en los revestimientos murales de cerámica vidriada donde se hace más evidente la confluencia de estas referencias a la naturaleza y esa interacción de la luz en la arquitectura islámica que antes mencionaba. Las Sticked paintings tienen su declarado origen en la admiración de Goyeneche por los azulejos mudéjares de la Casa de Pilatos en Sevilla, en los que culmina una larga tradición artesanal y ornamental en Al-Ándalus. Sin embargo, por su composición y su técnica —trabajo con piezas recortadas de vinilo que se yuxtaponen o superponen— podríamos retrotraer sus fuentes artísticas al alicatado islámico, en el que se componen tramas geométricas de considerable complejidad con piezas cortadas de cerámica vidriada. En el arte hispanomusulmán, esos entramados siguen pautas compositivas estrictas según movimientos de traslación, rotación, simetría y simetría deslizada. Cada uno de los paneles que conforman el «muro» de Sticked painting está integrado por 162 pequeños módulos «alicatados» de 10 centímetros de lado que obedecen a reglas menos estrictas. Goyeneche es muy metódica pero da espacio a la subjetividad e incluso a cierto caos organizado. Cada módulo es único y ha realizado al menos 1.500, con una variedad que da la réplica, amplificada, al alarde creativo de Diego y Juan Pulido cuando en 1530 diseñaron 150 modelos de azulejos para la Casa de Pilatos. El resultado de estas características compositivas es un enorme dinamismo en las superficies, que es acrecentado por los diferentes grosores de los bastidores sobre los que ha montado los paneles: esos entrantes y salientes sobre la pared enriquecen, además, las oscilaciones de la luz sobre el conjunto, en especial con iluminación natural que cambia con las horas.
La organización de los módulos en paneles puede relacionarse con la Casa de Pilatos y, en general, con el encaje de la cerámica vidriada en los paramentos arquitectónicos, que suele hacerse en recuadros delimitados. El formato de paneles permite a Arancha Goyeneche no solo el fácil traslado de esta serie sino también jugar con el montaje de los mismos para generar espacios en las salas de exposición. Los ha presentado de diferentes
maneras: alineados sobre la pared, enfrentados, en ángulo, sobre el suelo e inclinados… en vertical o en horizontal. Sus dimensiones, 180 cm de alto y 90 cm de ancho, les confieren una escala humana sobre la que es fácil proyectarse mentalmente e interactuar a nivel somático. Crean para nosotros lugar. Un lugar interior, en buena medida definido por la luz, que se abre a otras dimensiones más allá del plano de la pared: cada panel es como un ventanal —su brillo y su colorido tienen algo también de destellante vidriera— que perfora el espacio y da entrada a esos paisajes estilizados antes citados.
Marruecos es uno de los ámbitos culturales en los que el alicatado ha tenido un mayor desarrollo, desde el dominio bereber en los siglos XII y XIII. Aquí se conoce como zellij o zellige —deriva de al zulaycha, que significa pequeña piedra pulida, en referencia a su origen como emulación del mosaico grecorromano— y es casi siempre geométrico. Es una artesanía viva, en especial en los talleres de Fez, y esto es seguramente un detalle que interesa a Arancha Goyeneche, que en los últimos años se ha aficionado a la cerámica y ha reunido una pequeña colección de piezas de muy diversa procedencia. En su obra se produce una curiosa paradoja: utiliza materiales muy tecnológicos, industriales —los vinilos, los fluorescentes—, pero su procesamiento es muy deliberadamente artesanal. Para ella es importante trabajar con sus manos, implicarse corporalmente en la realización de las obras, y en ese sentido se reivindica como artesana. Pacientemente, a partir de las piezas de vinilo recortadas y organizadas en cajas, ha construido estas otras cajas de luz, rebosantes de vida, que reelaboran brillantemente, desde presupuestos pictóricos, una práctica artística a la que marca nuevos horizontes y a la que confiere nuevo sentido.
(Texto para el catálogo de la exposición Lugares compartidos, de Arancha Goyeneche, en sedes del Instituto Cervantes en Marruecos, 2019)