Texto publicado en el catálogo de la exposición Por defecto, de Juan José Valencia y Lena Peñate Spicer, en la Sala de Arte Contemporáneo de Santa Cruz de Tenerife (mayo-julio 2012)

No es nada nuevo. Arte y lujo han ido casi siempre de la mano. Desde la Antigüedad el poder se ha arropado, en su escenificación, con los más ricos objetos suntuarios y, hasta los albores de la Edad Moderna, el artista no fue más que un decorador, un transmisor o un intérprete de ideologías y creencias. El arte y la artesanía, difícilmente desvinculados hasta ese momento en que se empieza a dibujar, social y conceptualmente, la figura del artista, eran herramientas para el culto o para la ostentación. En los momentos de mayor refinamiento cultural se valoraron cualidades como la delicadeza, la perfección técnica, la innovación, la poética… pero ahí están las toneladas y toneladas de oro, plata, mármoles, piedras y maderas exóticas o pigmentos raros que la historia del arte ha acumulado a través de los siglos. Todo se hizo para la eternidad. Entre otras motivaciones, para garantizar la memoria de los grandes reyes y nobles, y apuntalar la continuidad de sus estirpes, o para “honrar a Dios” y expresar la grandeza de sus dignatarios terrenales. Incluso en los momentos en que se quiso evitar esa ostentación ―mandatarios más ascéticos o en momentos de contricción; órdenes austeras como cistercienses y franciscanos― los proyectos artísticos seguían siendo ambiciosos y costosos, aunque el aparato decorativo disminuyese.

¿Qué es diferente hoy? Casi todo. Juan José Valencia y Lena Peñate Spicer nos proponen una reflexión sobre el concepto de la obsolescencia y su relación con la excelencia distintiva del objeto, articulada a través de una serie de piezas que han elaborado conjuntamente en fechas recientes. El objeto excelente no es necesariamente lujoso ―puede ser sólo algo bien diseñado, sólido, perfecto para su función― pero sí ha existido tradicionalmente una vinculación entre ambas cualidades: excelencia y riqueza. Y, por definición, cualquier obra de arte debía aspirar a la excelencia. Aquellos tesoros artísticos estaban destinados a perdurar y debían realizarse con los mejores materiales y las técnicas más perfectas. Las dificultades económicas de algunas cortes ―pensemos en las de los últimos Austrias en España― daban lugar, sobre todo en las grandes construcciones, al “gato por liebre” para abaratar los proyectos pero esas grietas no debilitan el modelo. Hoy, algunas marcas siguen vendiendo la durabilidad como signo de calidad, pero lo cierto es que la mayoría de las cosas que nos rodean están programadas para dejar de ser útiles ―física o socialmente― en poco tiempo. Incluido el arte. Las necesidades de expansión del sistema capitalista propiciaron la fabricación de objetos diseñados para estropearse en breve plazo y tener, así, que ser sustituidos.

Decoración de Yayoi Kusama, tienda de Louis Vuitton en París

¿Cómo encaja aquí la evolución de las relaciones entre arte y lujo? La industria del lujo se asocia fácilmente al arte contemporáneo porque comparten una característica definitoria: sus productos se consideran “bienes posicionales” que expresan un estatus social elevado, derivado de un gran poder adquisitivo. Antes, las colecciones particulares se mantenían muy a menudo en la esfera privada; ahora abundan los coleccionistas ―no son mayoritarios pero obtienen toda la atención mediática, que es lo que persiguen― que compran arte para destacar en las subastas, integrarse en el circuito artístico-social internacional y hacer ostentación de su riqueza. Cuando las marcas de lujo quieren llegar al segmento de consumidores que puede costeárselas recurren al arte como vehículo. Ese segmento está integrado por high-net-worth individuals (HNWI): en el ámbito bancario anglosajón, las personas con una elevada capacidad de inversión. Un informe encargado por Art & Business en 2007 calculaba que en Gran Bretaña había 659.000 HNWI: 400.000 de ellos obtenían un excedente anual de 100.000 libras. No es de extrañar que el sector del lujo haya sido en el último año uno de los menos afectados por la crisis; en España habría tenido, según datos de la Asociación Española del Lujo, un crecimiento de un 25%. Es un mercado boyante que en cierta medida ha arrastrado el menos saneado mercado del arte evitando su descalabro en estos años de profunda crisis económica.

Dentro de la industria del lujo, son dos los sectores que más interés han mostrado por las artes plásticas. La moda y el automóvil. Modas siempre las hubo, pero el desarrollo de la industria textil y el crecimiento de las clases medias ya en la segunda mitad del siglo XIX y sobre todo en el XX hicieron que la vestimenta cambiara cada vez más rápidamente, quedando “pasada de moda” la ropa en perfecto estado de uso… lo cual es una forma de obsolescencia. Al mismo tiempo, se consolidaban el negocio de la alta costura y el de los grandes almacenes: el lujo en la vestimenta y su sucedáneo. Esa rápida sucesión de modas tuvo casi de inmediato eco en la vida cultural: también en la literatura, la pintura o la música empezamos a ver una aceleración en la obsolescencia artística. Se empieza a hablar de “movimientos” que no sólo se suceden: a menudo la “novedad” tiene como fin acabar con las “viejas” formas y maneras. Tanto los objetos como las producciones artísticas se inscriben en una nueva economía del deseo. Y nace la publicidad para espolearlo. Es curioso que fuese un sobrino de Sigmund Freud, Edward L. Bernays, quien formulase en Estados Unidos los principios de la publicidad moderna, estableciendo una conexión muy clara entre la teoría psicoanalítica y el fomento del consumo. Peñate y Valencia han reflexionado sobre la obsolescencia de la imagen ―en escritos y a través del vídeo Ruegos y preguntas sobre la imagen obsolescente―, que va asociada en nuestros días a dos circunstancias que la agravan. De un lado, la inabarcable cantidad de imágenes que producimos ha provocado que incluso las que consideramos menos livianas, las artísticas, sean arrastradas hacia ese maelström de consumo y olvido; el número de artistas en activo y la descentralización del mundo del arte, que abarca ahora ya los cinco continentes ―aunque siga teniendo centros―, da muy pocas opciones a la permanencia de sus producciones. De otro lado, los medios por los que esas obras se difunden han pasado de los grabados que hace siglos se coleccionaban, a los catálogos y revistas de alta calidad que aún intentamos guardar, y finalmente a las páginas web y boletines digitales a los que apenas tenemos tiempo de echarles un vistazo antes de archivarlos para perderlos.

La industria de la moda ―la de la alta costura― y el arte han tenido contactos a lo largo del siglo XX. No son pocos los artistas que han trabajado conjuntamente con diseñadores, sobre todo en proyectos teatrales, de danza, operísticos… Recordemos que ya en los años 20 Dalí colaboraba con Elsa Schiaparelli. Pero en los últimos años, sobre todo desde que en 2000 el Guggenheim Museum organizó la exposición sobre Armani y en 2003 Louis Vuitton contrató a Takashi Murakami con el fin de que diseñara piezas para sus colecciones, hemos asistido a una “alianza” de dimensiones inusitadas. En estos años, según señala Gilles Lipovetsky en El lujo eterno. De la era de lo sagrado al tiempo de las marcas (Anagrama, 2004, pp. 52-53), la “nueva era del lujo” está protagonizada no por empresas familiares sino por gigantes mundiales que cotizan en bolsa y se embarcan en fusiones y adquisiciones de marcas para construir “imperios industriales internacionales”. Una de las características definitorias de esta nueva era es la deslocalización de la producción, algo a lo que Valencia y Peñate han hecho referencia en su discurso. El diseño, la identidad del objeto, se generan en un lugar y la producción se realiza en otro, con la consecuencia de que ésta queda subordinada en la escala de valores y de que, según ellos lo expresan, el diseño descategoriza al objeto, anula toda posibilidad de trascendencia de éste.

Dos de los grandes empresarios del sector del lujo y la moda, François Pinault y Bernard Arnault están hoy entre los personajes más influyentes del mundo del arte, y esto es muy significativo. PPR, el conglomerado de empresas de Pinault, tiene una división de Lujo que agrupa marcas como Gucci, Yves-Saint-Laurent, Boucheron, Bottega Veneta, Stella McCartney y Alexander McQueen. Además, existe una división de marcas deportivas y otra que gestiona la cadena de tiendas Fnac. Estos empresarios han aplicado al arte el concepto del holding,reuniendo marcas que se complementan y se refuerzan mutuamente. Pinault es propietario de la casa de subastas Christie’s, de las galerías Haunch of Venison y de una gigantesca colección de arte contemporáneo parte de la cual se encuentra en Venecia, en el Palazzo Grassi y la Punta della Dogana. ¿Cómo no pensar que en la reciente exposición dedicada a Alexander McQueen en el Metropolitan Museum de Nueva York ―ahora en el Museum für Kunst und Gewerbe de Hamburgo― confluyen los intereses comerciales y la influencia en el sistema del arte de Pinault? Esa exposición fue uno de los mayores blockbustersen la historia del museo, con 660.000 visitantes, lo que demuestra que las exposiciones sobre moda son un filón recaudatorio para las instituciones culturales. Por su parte, Bernard Arnault es dueño del grupo LVMH, que incluye entre muchas otras las marcas Louis Vuitton, Moët & Chandon, Christian Dior, Loewe, Donna Karan, Givenchy, Marc Jacobs y Bulgari. Durante unos años fue accionista mayoritario de la casa de subastas Phillips de Pury y ha reunido también una importante colección, que mostrará en la Fundación Louis Vuitton, en proceso de construcción en París con proyecto de Frank Gehry. El grupo ha patrocinado grandes exposiciones en el Grand Palais o el Georges Pompidou pero Vuitton se distingue particularmente por los encargos que ha hecho a célebres artistas para que diseñen objetos-de-lujo/obras-de-arte que venden lo mismo en las boutiques que en los museos.

Las formas de colaboración entre las marcas de lujo y los artistas siguen diferentes fórmulas. La más obvia es ésta de la contratación del artista para que diseñe productos. Ya he mencionado que el inicio de la colaboración entre Murakami ―que antes había trabajado para Issey Miyake― y Louis Vuitton en 2003 marca el inicio de una nueva etapa. Y unos años después, el arranque de una controversia: entre 2007 y 2009 la retrospectiva itinerante ©Murakami, que se pudo ver en el Museum of Contemporary Art, Los Ángeles, el Brooklyn Museum of Art de Nueva York, el Museum für Moderne Kunst de Frankfurt y el Museo Guggenheim Bilbao, incorporaba una boutique de productos de Louis Vuitton diseñados por el artista.

Los bolsos abrieron camino y son los productos preferidos para estas colaboraciones. En 2004, Longchamp pidió a Tracey Emin que diseñara una edición especial para celebrar el décimo aniversario del lanzamiento de su línea Pliage. En la última edición de Design Miami, la feria de diseño paralela a Art Basel Miami Beach, Christian Dior presentó bolsos, carteras, joyas, gafas de sol, chales y zapatos con diseño del artista Anselm Reyle en una tienda montada para la ocasión en el Design District. Hemos tenido también noticia de que Liam Gillick está trabajando para Pringle of Scotland ―firma de punto― en toda una colección: prendas, accesorios y diseño de mobiliario. El artista hizo una intervención en los bancos para el desfile de la marca en la London Fashion Week de septiembre de 2011, y participó también en la presentación de Pringle of Scotland en el Design Distric en paralelo a Art Basel Miami Beach, donde había también obra suya, artística, a la venta.Y, lo más sorprendente: hace muy poco Gherardini descubrió en Florencia su más “preciado” y exclusivo artículo: un bolso de cuero realizado a partir de un dibujo de Leonardo ―incluido en el Codex Atlanticus― que lo “diseñó” en 1497. El bolso se llama Pretiosa y la edición consta sólo de 99 ejemplares.

Emin
Bolso de Tracey Emin para Longchamp

Estos diseños de artistas suelen comercializarse en ediciones limitadas y numeradas, como si fuesen ediciones de obra gráfica o fotográfica, o múltiples escultóricos. Algo que tiene una lógica. Los productos de lujo deben tener un elevado precio ―el llamado efecto Veblen: el gusto de la clase ociosa se basa en un criterio pecuniario― que hay que justificar y, como ocurre en el mundo del arte, donde se limitan las ediciones de fotografía, vídeo o realizadas en medios de reproducción mecánica para cumplir con los requerimientos del mercado, los artículos más lujosos son los más escasos. Una escasez, en todos los casos, administrada por el fabricante.

Es evidente que las marcas no buscan a los mejores artistas, aquellos que podrían crear los productos más bellos o innovadores. De hecho, los bolsos de Murakami son horrorosos. Tampoco buscan a los artistas más sofisticados o elegantes, como demuestra la elección de Tracey Emin por parte de Longchamp. Quieren asociarse con el artista/marca, en una operación de co-branding que favorezca la mayor repercusión mediática. Sólo en algún caso se baja un poco el listón, pero suele coincidir con un giro en la asociación de marcas, producido por la intervención de una institución cultural prestigiosa. Así ha ocurrido en esta última edición de la Whitney Biennial, en la que trece artistas diseñaron camisetas para GAP; una parte de los beneficios se destinó al Whitney Museum of American Art.

El segundo gran fichaje artístico de Vuitton, Richard Prince, ejemplifica otra de las modalidades de colaboración entre arte y lujo: para la exposiciónLouis Vuitton. A Passion for Creation,celebrada en 2009 en el Hong Kong Museum of Art, el artista envolvió completamente el exterior del museo con su recreación del monograma de la marca. (Después, Marc Jacobs, diseñador de la firma, hizo una colección basada en las Enfermeras de Prince). La mencionada intervención de Gillick en los bancos para el desfile va en la misma línea y, hasta cierto punto, podemos inscribir en esta categoría las instalaciones que los artistas hacen en los talleres, oficinas y tiendas de las marcas, como las de Carsten Höller en la sede de Prada en Milán, con uno de sus famosos toboganes; además, en 2008 abrió un restaurante en Londres, The Double Club,en asociación con la Fondazione Prada. En este tipo de colaboración, el artista actúa como decorador de los espacios en los que la marca hace su puesta en escena.

Upside Down Mushroom Room, de Carsten Höller, en la Fondazione Prada

Podemos identificar un tercer tipo de co-branding,del que sería paradigma la campaña de la firma de cosméticos MAC protagonizada por Cindy Sherman, que se caracterizaba como una payasa. Aquí interesa menos la producción del artista, su obra, que su figura, su imagen. Así, en el posado de Sam Taylor-Wood paraDouble Exposure, campaña de Louis Vuitton, la artista ni siquiera aportaba su “toque” creativo, limitándose a prestarse como modelo o, según lo expresaba la nota de prensa, como “musa”. Lo mismo hacían diversas artistas ―Cristina Lucas, Carmela García―, galeristas, comisarias y gestoras españolas en el número especial que la revista S Moda (El País) sacó en coincidencia con ARCO. En España no ha sido hasta ahora habitual que los artistas más reconocidos colaboren con firmas de moda. Pero está a punto de aparecer en las tiendas de Loewe una colección de pañuelos con diseño de Antonio Ballester Moreno, un joven artista que practica una bad paintingcolorista e infantil, y que al parecer encaja con la línea de captación de una clientela más joven, pero igual de adinerada, que se ha abierto con el inenarrable vídeo promocional protagonizado por hijos de celebridades. Ballester intervendrá también, según se ha anunciado, en los escaparates de Loewe, por los que sí han pasado antes otros artistas, como Carlos Franco. Cabe mencionar, en la relación entre arte y firmas en nuestro país, el programa anual de intervenciones de artistas en los escaparates de El Corte Inglés, que se inició en los años 60 y tras un largo intermedio se retomó hace unos años, así como el reciente anuncio de que los joyeros Tous harán una aportación a un fondo de adquisiciones para la Fundación MACBA.

Escaparate de Antonio Ballester Moreno para Loewe

La marca de lujo prefiere al artista espectáculo, asociado a la ostentación. Éste tiene un papel que representar, que seguramente ha interiorizado. Juanjo Valencia y Lena Peñate se burlan de esta figura a través de su Taller para un artista de provincias,que, con la complicidad de los arquitectos Pedro Hernández García y Ancor Suárez Suárez, propone un espacio-de-trabajo-espectáculo acorde con las pretensiones sociales de tales creadores. Si el artista encarna las fantasías de la clase ociosa, que su taller sea una extensión de esa estética aparatosa y suntuosa. El artista de provincias difícilmente puede aspirar a convertirse en un artista-espectáculo. Sólo en las capitales económicas, que son las capitales artísticas, tiene sentido llevar a cabo estas operaciones conjuntas de imagen. Cuando, en Sobre el criterio de lo museable,Valencia y Peñate documentan el cambio de tejuelos en los catálogos ―memoria de las líneas de actuación de las instituciones artísticas― de la biblioteca del Centro Atlántico de Arte Moderno, eligen para la acción la sección “África” no sólo porque se realizó en el contexto de la muestra Museo de Arte Africano Contemporáneodel artista Meschac Gaba sino también porque ese criterio de lo museable se hace particularmente explícito en la atención a las áreas más periféricas, como el continente africano, donde las posibilidades de “estrellato” son mínimas.

Juan José Valencia y Lena Peñate Spicer, Taller para un artista de provincias

La articulación de museo y firma de lujo funciona mejor cuando un artista hace de bisagra, y mucho mejor cuando hay espectáculo de por medio. Vanessa Beecroft fue una de las primeras en favorecer esa liaison:en 1998 vistió a sus modelos, para la performanceVB 36 en el Guggenheim Museum de Nueva York, con bikinis y zapatos de Gucci. (Cuando, en 2005, Louis Vuitton abrió tienda en los Champs-Elysées, realizó otra performanceen la que colocó a modelos en las estanterías, junto a los bolsos). Hace poco Marina Abramovic, cada vez más volcada en la vida social, fue la protagonista de una cena que Givenchy organizó en el MoMA para celebrar la conclusión de su performanceThe artist is present.Ella vistió para la ocasión una espectacular chaqueta de piel de serpiente de la firma. Cuando el museo es permisivo con estas estrategias comerciales puede obtener jugosos beneficios, en estos tiempos muy necesarios. Dentro de poco, en julio, saldrán a la venta los artículos ―bolsos, calzado, relojes, joyas― diseñados por Yayoi Kusama para Louis Vuitton… que con mucho gusto patrocina la exposición de la artista, que pasó por el Museo Reina Sofía en Madrid, en la Tate Modern de Londres. Una buena inversión publicitaria.

Marina Abramovic en la gala organizada por Givenchy

No pensemos ni por un momento que las exposiciones sobre diseñadores de moda que han proliferado desde la de Armani ―que el diseñador “compró” con una generosa donación al Guggenheim― responden a un súbito descubrimiento, por parte de los directores de museos, de la alta costura como expresión artística. Forman parte de una estrategia global en la que el mundo del arte y el mundo de la alta costura se prestan servicios recíprocos. Los artículos de lujo, en el contexto del museo, adquieren el estatus de obras de arte; el museo gana en visitantes e ingresos. ¿En interés del ciudadano? Sólo en algunas ocasiones, cuando el patrocinio de estas grandes marcas hace posible actividades que de otra manera no se habrían podido llevar a cabo.

Pero la moda, como apuntaba, no es la única industria del lujo que se ha instalado en los museos. Los coches más exclusivos han encontrado allí los garajes más espectaculares. En algunos casos, la marca utiliza el museo directamente como show-room. En estas fechas, Mercedes-Benz patrocina el festival audiovisual Transmission LA: AV Club que se celebra en el Los Angeles’ Museum of Contemporary Art (MOCA) e incluye exposiciones, conciertos e instalaciones. En este marco, Mercedes ha hecho la presentación mundial de su Concept Style Coupé.

La serieOdradek de Juanjo Valencia y Lena Peñate se centra, literalmente, en el mundo del motor. Los dibujos que la integran representan en detalle motores de alta cilindrada de marcas de lujo. En el contexto de su reflexión sobre la obsolescencia y la descualificación del objeto introducen el factor de la velocidad. Estos coches alcanzan velocidades absurdas, que por ir en contra de las normativas de circulación sólo podrían desarrollarse en circuitos de carreras y que conllevan un gasto de combustibles fósiles absolutamente anti-ecológico. Pero esa “potencia”, unida a la ostentación, es un atributo muy atractivo para el poder económico. Odradek es un objeto-personaje que aparece en Las preocupaciones de un padre de familia, de Kafka, y que, según la crítica marxista, es una imagen del objeto desvinculado de su producción, de la fuerza de trabajo que lo creó. La descomposición de los motores en piezas que hacen Valencia y Peñate llama la atención sobre ese proceso de fabricación, distanciado del diseño ―y su presencia social― y subordinado a él.

Odradek
Juan José Valencia y Lena Peñate Spicer. De la serie Odradek.

BMW ha sido quizá la marca más activa en el ámbito artístico. Patrocinadora de Frieze Art Fair, ha conseguido también la complicidad de otro tipo de creadores: los directores de cine Ang Lee, John Frankenheimer Ronin, Wong Kar-wai, Guy Ritchie y Alejandro González Iñárritu realizaron cortos promocionales para ellos. Jeff Koons ha sido el último en diseñar una decoración de carrocería, siguiendo la tradición de coches “tuneados” por artistas en la serie BMW Art Cars: entre otros, Alexander Calder, Frank Stella, Roy Lichtenstein, Andy Warhol, Robert Rauschenberg, A.R. Penck, Sandro Chia, David Hockney, Jenny Holzer, Olafur Eliasson, Robin Rhode… y ¡César Manrique! Pero parece que BMW se inclina en la actualidad por la colaboración más estable y discreta con instituciones de prestigio. El coreógrafo Jérôme Bel inauguró en marzo la BMW Tate Live Performance Room, fruto de un acuerdo que se extenderá a los próximos tres años, y que parece, en comparación a otras alianzas promocionales, una apuesta “arriesgada” por parte de la empresa. Tampoco es para un público mayoritario el BMW Guggenheim Lab, abierto hace unos meses en el Lower East Side de Manhattan, y además se atreve con temas que van en contra del mensaje que transmiten sus productos, como Confronting Comfort.Es posible que BMW realmente defienda la libertad creativa y curatorial y es posible que el contenido le importe menos que el mero co-branding.

Koons
El BMW tuneado por Jeff Koons

Pero la empresa que más decididamente ha puesto al arte en su punto de mira es Maybach. Desde 2011 es el socio oficial del Museo del Louvre para actividades relacionadas con el arte contemporáneo. La primera de ellas fue la instalación de esculturas de Tony Cragg en el Cour Marly y en Cour Puget, en paralelo a la exposición de Franz Xaver Messerschmidt. La empresa tiene muy claro el concepto de artista/marca y ha apuntado alto para obtener la deseada repercusión. Ha patrocinado las exposiciones de Julian Schnabel en el Museum of Contemporary Art de Los Ángeles y en el Museo Correr de Venecia, en coincidencia con la última Bienal. En un embarcadero sobre el Canal Grande se instaló la pieza estrella de esta última exposición: un Maybach decorado por Schnabel y Vahakn Arslanian ―su “protegido” en el Wilhelm and Karl Maybach Foundation’s Mentoring Programme― titulado The Ones You Didn’t Write. The Maybach Car. Cada uno de los eventos artísticos patrocinados por Maybach va acompañado de una espléndida cena en la que se reúnen los VIPs y los HNWIs, y la empresa procura que sus más sonados actos sociales se asocien a museos incluso si no hay una colaboración en la programación de éstos. En la última edición de Art Basel Miami Beach ―comprobamos que esta feria constituye el entorno perfecto para las marcas de lujo― patrocinó la cena y la fiesta en la playa organizada por el Museum of Contemporary Art (MOCA) en el Hotel Raleigh. Sobre una plataforma flotante, en la piscina, un Maybach 57 S. De la misma manera, como patrocinador del último Serpentine Gallery Pavilion ―el de Peter Zumthor― trajo a él a sus invitados para una recepción que la firma calificó como “el evento más exclusivo en la ciudad”, acorde con la “elegancia de buen gusto” y el “increíble lujo” de la marca.

Como variante y paradigma grotesco de la asociación del arte y el mundo del motor, es digna de mención la intervención de Christian Jankowski en Frieze Art Fair 2011, como uno de los proyectos comisariados. Los yates son, junto a los aviones privados, la máxima expresión del poder económico. Los coleccionistas más amigos de la ostentación hacen despliegue de sus impresionantes naves ―la de Roman Abramovich es un clásico― en los eventos en ciudades costeras, como Miami y Venecia. Jankowski hizo demostración de todo su cinismo al poner a la venta un yate de 65 metros en la feria. Se vendía en dos versiones: si se compraba como barco costaba 65 millones de euros; si se compraba como obra de arte, con el documento de autentificación del artista, el precio ascendía a 75 millones. Este disparate ―del que el artista es plenamente consciente y en el que se presenta a la vez como acusador y como cómplice― concuerda perfectamente con una de las facetas de la crítica que Valencia y Peñate plantean acerca del objeto y por extensión del objeto artístico: ¿dónde reside su valor? No tanto en la producción como en la adquisición, en el consumo. El mercado del arte, y buena parte de los artistas, aceptan esa realidad.

yate
El yate de Christian Jankowski en la feria Frieze

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El acceso a los medios de comunicación es otra de las exigencias de estas operaciones de co-branding. Y hay una forma de asociación de arte y lujo que tiene particular éxito mediático: los premios. Desde su creación en 1996, el premio mejor dotado en la escena internacional ―100.000 dólares― ha sido el Hugo Boss Prize, “administrado” por el Guggenheim Museum. Existe una alianza estratégica entre ambos, ya que desde 1995 Hugo Boss ha patrocinado diversas exposiciones y actividades en el museo. Cuando el premio Turner empezó a ser el tema artístico favorito de los medios en todo el mundo, las marcas tomaron nota. Existe desde 2006 el MaxMara Art Prize para mujeres artistas, en colaboración con la Whitechapel de Londres, y Bulgari, marca de joyería italiana, ha creado este mismo año el Bulgari Art Award, en asociación con la Gallery of New South Wales en Sydney: una adquisición de 50.000 dólares a un artista australiano más 30.000 para una residencia artística del ganador en Italia.

No creamos que el patrocinio que practican estas marcas está libre de consecuencias para el arte. Al tratarse de “operaciones de imagen” las marcas pueden querer ejercer cierto control sobre los contenidos, que afectan al “mensaje” que se quiere comunicar. A finales del año pasado se supo que Lacoste había cancelado su acuerdo de colaboración en el Musée de l’Elysée en Lausana ―uno de los más prestigiosos centros de fotografía en Europa―, consistente en el patrocinio de un premio, el Lacoste Elysée Prize, dotado con 25.000 euros y convocado con el lema La joie de vivre, porque entre los nominados figuraba una artista, Larissa Sansour, cuya obra resultaba para la marca “demasiado pro-palestina”. Tal vez esta experiencia desanime a Lacoste en su utilización del arte para la promoción de la marca, que había iniciado antes. Para su instalación en China, el gran mercado, encargó al artista Li Xiaofeng una serie de “polos” de porcelana y unos diseños para polos, éstos sí de algodón.

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Toda esta información sobre marcas de lujo y arte puede parecer anecdótica pero no lo es en absoluto. En primer lugar, caracteriza en lo social y en lo económico a un segmento del mercado del arte, el de “alta gama”, que tiene una incidencia muy grande en la cuantificación económica del sector cultural a nivel internacional. Tendemos a pensar que se trata de algo marginal, en el sentido de que la inmensa mayoría de artistas y una gran parte del mercado del arte no se mueven en esos círculos e incluso sobreviven en una casi constante precariedad. Pero estos “consumidores” de artículos de lujo son muchos más de los que imaginamos, y su capacidad adquisitiva, como hemos comprobado en estos años, apenas se ve alterada por las crisis económicas. Como resultado, resulta cada vez más difícil combatir la idea de que las obras de arte son un mero producto de lujo.

Los museos y los centros de arte, y en particular los de financiación pública, se han presentado hasta ahora como refugios del arte menos comercial, imbuido de otros “valores” para la sociedad. Si el museo se convierte en un escaparate para los productos de lujo ese mensaje queda desvirtuado: el elitismo ―ya no intelectual sino social― se instala en el museo, que se reconoce a sí mismo como marca y como agente comercial. Por supuesto que no todas las empresas que patrocinan actividades culturales pretenden convertir esa faceta de su presencia pública en algo inmediatamente rentable, y respetan la identidad de las instituciones culturales. Y claro que en Europa, al menos en España, estamos muy lejos de los extremos que he citado. Pero la tendencia ¿imparable? es la de incorporar progresivamente la financiación privada de la cultura y eso es algo que conlleva riesgos. Las dificultades económicas de los museos y centros de arte, que en nuestro país está alcanzando cotas inaceptables, dan a las marcas una posición ventajosa de salida en su negociación con la institución. Y las de lujo están entre las que más alto pujan.

Hay un aspecto en este sistema que podría parecer contradictorio: estas marcas patrocinan eventos culturales que son disfrutados por un público mayoritariamente de clase media que no constituye una clientela potencial. De manera similar, vemos en los dominicales de los periódicos ―también en los izquierdistas― reportajes de moda con ropa y complementos de precios inasumibles por la inmensa mayoría de los lectores, que son igualmente de clase media. Así que, ¿cuál es el objetivo de esos despliegues publicitarios? Fácil: es necesario que ese ciudadano medio conozca el precio y el prestigio de la marca para que la “exclusividad” no pase desapercibida y para que quienes pueden pagarla marquen a través de sus bienes posicionales la diferencia social y económica que les identifica como clase. (No debemos olvidar, por otra parte, que las marcas de lujo logran una parte importante de sus resultados vendiendo perfumes y accesorios, caros pero accesibles como capricho para parte de esa audiencia). Algo parecido sucedería en el ámbito del arte: la marca, al utilizar ―previo pago― a los artistas, hace ante sus competidores y sus clientes una demostración de poderío a la vez que cumple con la “responsabilidad social corporativa”. En el caso de las ferias la situación difiere: es cierto que la mayoría de los visitantes no son compradores pero sí hay una gran concentración de coleccionistas que justifica plenamente las operaciones promocionales con aspiraciones a una rentabilidad a corto plazo en forma de ventas. Muchas ferias tienen como patrocinador principal a un banco ―UBS en Art Basel Miami Beach, Deutsche Bank en Frieze― al que se suman otros patrocinadores, casi siempre marcas de lujo. Como ejemplo, en el último Art Basel de Miami, fueron Cartier y una compañía de aviones privados, NetJets. La mayor feria española, ARCO, es de las pocas en el mundo con financiación mayoritariamente pública; aún así, encontramos entre sus patrocinadores alguna marca de lujo, como el champagne Ruinart.

The Serpentine Gallery Pavilion 2009, diseñado por SANAA y patrocinado por NetJets

La relación del ciudadano medio con las marcas es algo esquizofrénica. La era de las marcas de lujo coincide, reveladoramente, con la de las marcas blancas en el consumo de productos de primera necesidad, en el segmento medio y bajo del mercado. Desde hace años, las grandes cadenas de distribución ofrecen mercancía más barata a cambio de prescindir de aquello en lo que tanto empeño pusieron los publicistas y que aún prima en otro tipo de productos: la marca. El bodegón Marcas blancasde Valencia y Peñate incide en esa contradicción, con una composición al estilo de los bodegones de Cuaresma de Sánchez Cotán ―fondo tenebrista, objetos sobre una tabla que, en algún caso, se proyectan hacia el espectador― que sustituye las verduras, los frutos, la caza, con todas sus texturas y referencias a la naturaleza y a la muerte, con embalajes asépticos, sin carácter, sin “diseño”. Aquí, la marca que importa es la del supermercado, que es a veces una multinacional que también deslocaliza y subordina la producción: ya no importa si la leche es asturiana o francesa. En eso, las marcas de lujo y las marcas blancas van de la mano.

En todo este entramado económico y social se producen contactos inesperados entre “exclusividad” y “masa”. Por un lado tenemos la llamada “clase ociosa” ―que sólo en parte lo es― y que vive rodeada de lujo y por otro la masa social trabajadora que encuentra en el ocio el mayor lujo. En Masa y ocio y, sobre todo, en Inventario,Valencia y Peñate utilizan la gramática del mundo comercial ―la encuesta, el inventario― para abordar de una manera “científca” esa actividad de recreación que tiene importantes repercusiones económicas y medioambientales para las islas. Mientras que Masa y ociosupone una demostración, a través de la recopilación de tarjetas postales, de la obsolescencia de la imagen, Inventariohace otra recopilación, la de los nombres de los bañistas en la Playa de Las Canteras, contradiciendo la percepción del turista como masa. Este último proyecto se relaciona de alguna manera con Hipnosis y obsolescencia,que trata sobre la dificultad de definición del “yo” y, en el contexto que intento dibujar, se puede referir a una anulación del criterio individual en el consumidor. Porque en nuestros días, en definitiva, el ocio se liga de una u otra manera al consumo: de productos, de imágenes ―fotográfico, televisivo―, cultural… También el visitante del museo, en actividad de ocio, es considerado como un consumidor.

Volvamos a la rentabilidad del medio artístico para las empresas del lujo. Según su planteamiento, las exposiciones y las ferias son eventos que facilitan posibilidades de negocio. LaPlaca Cohen, la empresa líder en marketing y publicidad para organizaciones artísticas en Estados Unidos, resume en Cultural Sponsorship. Supporting the Arts to Support Your Brand―su presentación en el Luxury Marketing Council, Brasil, 2009― algunas de las motivaciones: asegura que el patrocinio de las artes genera eventos especiales y exclusivos en los que los VIPs y el segmento de población que “toma decisiones” (decision-makers) quieren participar; que las sedes más prestigiosas atraen a los clientes más mayores, difíciles de contactar; que son actos perfectos para encontrarse con personas en los niveles más elevados de la administración; que surgen en ellos oportunidades para las asociaciones de lo público y lo privado… Las artes otorgan un “halo” de creatividad e innovación al patrocinador y el prestigio de la sede le confiere respetabilidad.

Esa insistencia en la categoría de la sede, la institución que acoge la actividad que la empresa apoya, levanta uno de los grandes obstáculos con los que tropieza el modelo de financiación de la cultura a través del patrocinio y del mecenazgo. Sólo las grandes instituciones pueden optar a las grandes aportaciones de las empresas con más medios. Sin la visibilidad y los valores que asociamos a los grandes museos o los centros de arte más influyentes, los más pequeños tienen grandes dificultades para conseguir fondos adicionales y complementar la menguante financiación pública. Las marcas de lujo, por supuesto, ni se plantean apoyar a instituciones que no estén en la primera línea internacional. Incluso cuando se embarcan en proyectos muy loables que implican a segmentos de población que no figuran entre sus objetivos de marketing, ese requerimiento no puede ser obviado. Así, Louis Vuitton desarrolla en Londres, con el respaldo de su alcalde, un proyecto para poner en contacto a jóvenes aspirantes a artistas con escasos recursos con los profesionales mejor cualificados. ¿Dónde? En cinco de las principales instituciones artísticas de la ciudad: Hayward Gallery, Royal Academy of Arts, South London Gallery, Tate Britain y Whitechapel Gallery. Dudo mucho que la empresa apoyara una iniciativa similar en museos y centros de arte periféricos, con mucha menor proyección.

¿Es un lujo ser artista? Artistas, cuidado con el lujo.