Texto para la exposición en el Centro de Arte Joven, Madrid
octubre de 2005

La línea de sombra

En un momento en que el dibujo ha alcanzado, en la jerarquía de las técnicas artísticas, cotas inusitadas en la escena internacional —son numerosas las exposiciones y publicaciones que grandes centros de arte le han dedicado recientemente— y en que de forma definitva ha dejado de identificarse con una etapa en el aprendizaje o en el proceso de una obra, los dos creadores que coinciden en esta entrega del Programa de Arte Joven lo cultivan de forma no exclusiva y en direcciones que escapan a la tradicional línea o mancha sobre el papel. Miguel Ángel Fernández y Gabriel Castaño hacen en esta muestra que el dibujo dialogue físicamente con el objeto, se inmiscuya en el espacio transformando su percepción, tiña la realidad, la tense.

A pesar de que parten de posturas ciertamente divergentes, los artistas han conseguido en sus respectivas instalaciones crear un clima o un tono que atenúa en gran medida la previsible disonancia. Una cierta oscuridad recorre las salas, en las que se insinúan sombras inquietantes. La negativa a aceptar la realidad establecida, o la información que se nos entrega sobre la realidad, les lleva a adentrarse en un inestable terreno de huellas, restos y ausencias. Y, curiosamente, lo hacen ayudándose de un andamiaje numérico: en ambas exposiciones cobra relevancia, como veremos, el recuento de los elementos que intervienen en ellas.


Miguel Ángel Fernández
Cicatrices

7 días, 29 años, 206 huesos. Son las cifras sobre las que Miguel Ángel Fernández construye el discurso de esta exposición. Medidas de tiempo, cómputo del cuerpo. No ha sido fácil elegir las obras que serían expuestas aquí, dada la cantidad de intereses y de experiencias artísticas que acucian al artista, y hemos optado por buscar coherencia subrayando dos de las características esenciales del trabajo que hasta ahora ha realizado. La primera, esta obsesión por el número, que funciona como estructura de las obras y que deriva de su análisis de la idea de la acumulación, reunión o superposición, así como de su preocupación por las relaciones entre individuo y sociedad. La segunda, la frecuencia en su producción de lo que se ha denominado “imágenes indiciarias”, es decir, aquéllas que funcionan como indicios, que permiten conocer o inferir la existencia, y el aspecto, de una realidad ausente, y que guardan con ésta una necesaria relación espacial y temporal. La huella, la sombra o la silueta son imágenes indiciarias.

La exposición se compone de tres proyectos diferentes que comparten las características mencionadas. El primero, cronológicamente, es 7 días, un conjunto de otros tantos dibujos en los que Fernández hace una particular y parcial crónica de la violencia homicida. Entre el 13 y el 19 de septiembre de 2004 contó diariamente en un periódico nacional el número de víctimas mortales en todo tipo de conflictos y agresiones, desde la guerra de Irak (que llevaba en esos días siempre la mayor parte) a la violencia doméstica. En los dibujos, junto a la suma de casos (ordenados por procedencia geográfica), superpone multitud de siluetas de soldaditos de plástico, armados y en actitud de ataque, creando una frenética maraña de líneas de paradójica limpieza. Frente a ellos, con esos mismos soldaditos, ha dado forma a la escultura de un niño —crecemos rodeados de agresividad— que ha sido incendiada —otro acto violento— produciendo unos lastimosos restos. Homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre), parece repetir el artista; pero en los dibujos subyace también la conciencia de la fragilidad y la caducidad de la vida, que se extiende a los otros dos proyectos presentados. En Cirios, 29 cilindros de acrílico negro congelado se corresponden con los 29 años de edad del artista, ya “perdidos”. Colgados en la pared, se habrán licuado en unas pocas horas, dejando sobre el muro el indicio de su estado anterior: las manchas que chorrearán lúgubremente hasta el suelo. La asimilación de fuego (la forma de cirio) y hielo se realiza sobre la noción de extinción, de casi total desaparición de lo que es consumido, o de lo que cambia de estado. Y algo de esto hay también en el tercer proyecto, que cierra la muestra: el silueteado sobre la pared de los 206 huesos del esqueleto humano, otro ejemplo de la práctica de acumulación, y una nueva imagen indiciaria. Y al igual que ocurría en 7 días con los soldaditos, el objeto real que ha dado lugar al indicio no es sustraído, sino que permanece a la vista del espectador. La instalación cierra el círculo en el que cuerpo, violencia y muerte giran en torno a esa idea de cicatriz que da título a la exposición: la cicatriz es el indicio de la herida, lo que queda de ella. De la muerte, de la carne consumida, queda el hueso. Del hueso, un contorno vacío.

Gabriel Castaño
Doce maneras de destapar el silencio

En su primera individual en Madrid, Gabriel Castaño ha asumido el riesgo de trasladar al espacio un esquema gráfico largamente ensayado en dibujos y pinturas. Guiado más por el deseo de establecer composiciones formalmente innovadoras y complejas que por la intención de crear ficciones o trompe l´oeil, ha desarrollado un sistema de dibujo en que la línea —la herramienta básica del dibujo en todos los tiempos y su elemento definidor por excelencia— es entendida como objeto, como “cuerda” o “cable” que es sometido a fuerzas tensoras. En papel y en acrílico sobre contrachapado, Castaño finge agujeros en el soporte a través de los cuales esas líneas-objeto “traspasan” la superficie pictórica adquiriendo un estatus extremadamente ambiguo entre realidad y representación. La idea de tensión es enfatizada por la presencia de nudos, que a menudo son reales, pegados al soporte. En los cuadros, además, se superpone a este esquema una reminiscencia de construcciones mecánicas, con ecos metálicos e inclusión de algún otro guiño a la realidad, como tornillos o tuercas. Se trata de un sistema de aparente sencillez que pone en juego algunas de las nociones básicas de la representación: soporte y superficie, márgenes, fondo y figura. La geometría como andamiaje para la pintura.

La mencionada, y deliberada, ambigüedad entre realidad y representación ha favorecido el pasaje del dibujo al espacio arquitectónico pero, al dar ese paso, el artista ha ido mucho más allá de una “traducción literal”, incorporando una poderosa capacidad de sugestión poética que nos lleva a un insospechado universo telúrico. Al “tensar la realidad”, deja a la vista esa latente oscuridad antes anunciada. Las líneas que protagonizaban dibujos y cuadros —ahora sí materialmente cuerdas— se atan a la arquitectura, unen techo y suelo, y la tensión hace que se levanten —fingidamente— las losetas de piedra del pavimento de la sala, que han sido fotografiadas y reproducidas a tamaño real. Doce losetas (número clave en la medida del tiempo: 12 horas, 12 meses) que al moverse muestran un inesperado sustrato orgánico, una misteriosa tierra oscura de la que escapan 50 grillos, cuyo canto destruye el denso mutismo de la pieza. “Sólo donde hay silencio canta el grillo”, nos recuerda Gabriel Castaño. El del grillo, insecto nocturno y difícilmente avistable, es un grito de amor y muerte: frota sus élitros para atraer a las hembras, pero también para marcar el territorio, y en determinadas especies un encuentro entre dos machos conlleva obligadamente la muerte de uno de ellos. Su aspecto, que no difiere mucho, a primera vista, del de una cucaracha, provoca (salvo en los amantes de la entomología) alguna repugnancia, ahondando en la sensación de desasosiego que desata la visión del sombrío subsuelo. “Pisar suelo firme” o “tener los pies en el suelo” son expresiones que comunican nuestra confianza en la seguridad de la base horizontal sobre la que nos asentamos. Pero, ¿sabemos lo que hay bajo ella? ¿Y si el suelo miente?

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