El panteón del Rey Oculto
Palacio Real, Madrid

Cuando se visita el monasterio de San Lorenzo del Escorial se recorre solo una parte de las estancias y se ve un limitado número de obras de arte, en muchos casos sin poder aproximarse a ellas y sin cartelas identificativas. Además, el convento-palacio-mausoleo que se conserva hoy es el resultado de sucesivas transformaciones, básicamente decorativas, en las que tuvieron activo protagonismo Felipe IV y Velázquez, Carlos II y Claudio Coello, Carlos IV, Bayeu y Goya… Las ricas colecciones de pintura que los monarcas destinaron a aquel Sitio Real se perdieron o se dispersaron en buena parte tras la ocupación francesa y la desamortización de Mendizábal. Al Museo del Prado pertenecen desde 1839 nada menos que 101 obras que estuvieron allí, quedando en El Escorial obras en su mayor parte religiosas. Esta exposición que conmemora el 450 aniversario de la colocación de su primera piedra recupera El Escorial original de Felipe II, que fue ante todo, en la visión que nos da el comisario, Fernando Checa Cremades, monumento funerario dinástico y lugar de retiro piadoso. Checa es indudablemente una autoridad en el arte del Renacimiento y un gran conocedor de Felipe II, así que habremos de dar el mayor crédito a su interpretación, aunque haya otras, complementarias. El título de la muestra es algo engañoso: De El Bosco a Tiziano. Arte y maravilla en El Escorial, pues ni se centra en la pintura, ni hay asomo en ella de la afición del rey por el conocimiento científico, la alquimia y las curiosidades naturales de las cámaras de maravillas (solo se insiste en uno de sus componentes, las reliquias), que tuvieron su importancia en la vida de estudio, y no sólo de oración, que desarrolló allí. Con todo, hemos de aplaudir la seriedad con la que Patrimonio Nacional está abordando las tareas de estudio, conservación y difusión de los bienes que custodia a través de estas exposiciones en el Palacio Real, con el apoyo de la Fundación Banco Santander. Aquí encontramos una ordenada y documentada explicación, a través de planos, grabados, objetos litúrgicos y pinturas, de la evolución “de parnaso clásico a archivo de la Contrarreforma” experimentada por el gran proyecto edilicio, artístico e ideológico de Felipe II, su nuevo templo de Salomón. Los préstamos de otras instituciones son muy contados y sorprende la escasez de obras del Prado; la inmensa mayoría procede del propio monasterio, donde es difícil o imposible ver una gran parte de lo expuesto.

El capítulo arquitectónico cobra especial relevancia en la exposición, no solo en la sala inicial, en la que se exhiben las trazas de Juan de Herrera (en dibujos originales y grabados de Pedro Perret) sino también en la abundancia de relicarios que se muestran en esta y otras salas, diseñados según los principios de la arquitectura clasicista, y en álbumes como Os desenhos das antigualhas de Francisco de Holanda o los Relieves de la Columna Trajana de Girolamo Muziano, que transmiten las enseñanzas de la herencia romana obtenidas gracias a la naciente arqueología. El Escorial se concibió como panteón que apuntalara, con las tumbas de Carlos V, Felipe II y sus familiares más cercanos, la dinastía de los Habsburgo en España. Su corazón, por tanto, son los cenotafios de Pompeo Leoni que flanquean el altar de su iglesia, representados aquí en pinturas de Pantoja de la Cruz que se acompañan de los cuadros dinásticos de ambos monarcas (encargados para ser situados detrás de las esculturas fúnebres pero trasladados pronto de allí) y del fabuloso rollo de pergamino con el árbol genealógico de Carlos V, que se remonta a Noé. Pero fue también desde el principio “refugio espiritual” contra el protestantismo, y el culto católico tuvo, junto al complejo ceremonial cortesano que subrayaba la naturaleza sagrada de la monarquía a través de la ocultación, un papel central en el mensaje y la configuración del complejo palacial, así como en el ocio del rey, que gustaba de mezclarse con los monjes y por tanto requería un instrumental y un ornato adecuados. Así lo evidencian los riquísimos cantorales, pasionarios, ternos (impresionante el de Calaveras, utilizado en los funerales de las reinas) y relicarios, algunos de cuyos diseños preparatorios podemos también apreciar aquí. La investigación ha tenido como uno de sus pilares los Libros de entregas que detallaban el enriquecimiento suntuario del palacio-convento, publicados ahora por Patrimonio Nacional.

El Escorial fue un auténtico depósito de reliquias, con más de siete mil (entre ellas más de cien cabezas enteras), heredadas, recibidas como regalo y adquiridas en buena parte “al por mayor” en países protestantes para congregar, en la lucha contrarreformista, a todo un ejército de santos y mártires. Varios trozos del asado San Lorenzo lo lideraron y el reclutamiento más numeroso tuvo lugar entre las once mil vírgenes de Santa Úrsula y la legión tebana de San Mauricio. Los relicarios se exponen vacíos, salvo en algún caso en el que ha sido imposible, por estar sellados, extraer los “celestiales tesoros” (como los llama el Padre Sigüenza), lo que es una pena porque aunque se aprecien mejor sus líneas arquitectónicas pierden su carácter y su razón de ser. Destaca por su riqueza la arqueta manierista de Isabel Clara Eugenia.

El capítulo pictórico, que por fuerza prescinde del programa iconográfico desarrollado en los frescos, tiene dos brillantes focos: la sala en la que se reúnen las obras para la devoción privada del rey y la de los cuadros de Tiziano. En sus estancias y en su oratorio particular Felipe II, nos dicen, pasaba largas horas en meditación ante estas obras maestras de Gerard David, Simon Bening o Bernard Van Orley, que apuntan a una de las direcciones en las que iban los gustos artísticos del rey: la flamenca, de la que son parangón las diversas obras de Patinir y El Bosco que atesoraba, así como una de sus mayores joyas, El Descendimiento de Rogier van der Weyden, que sigue restaurándose. No olvidemos que los Habsburgo casi acababan de llegar desde los Países Bajos y que Felipe II recibió allí fuertes influencias culturales. La otra es la italiana y, muy en particular, siguiendo el ejemplo de su padre, sintió predilección por Tiziano. El monarca fue el mayor coleccionista en el mundo del maestro veneciano, y El Escorial guardó el mayor número de obras suyas. Nueve de ellas, todas de sus últimos años, se han reunido en la exposición, en la que se reconstruye gracias al préstamo del Museo del Prado la disposición del celebrado altar de la iglesia pequeña o de prestado, presidido por la gran composición del Martirio de San Lorenzo. Pero hay otros grandes hitos pictóricos en la muestra: Felipe II en la jornada de San Quintín de Antonio Moro, Felipe II, anciano de Juan Pantoja de la Cruz, los monumentales San Pedro y San Pablo de Juan Fernández de Navarrete el Mudo, Cristo camino del Calvario de El Bosco, Paisaje con san Cristóbal y el Niño, de Joachim Patinir y, en otro nivel artístico pero muy interesante, el cartón para tapiz Embarque en el Arca de Noé de Michiel Coxcie. Una pequeña aunque significativa muestra de la extraordinaria colección de obras de caballete que adquirió el rey, como gran entendido que era, con destino a El Escorial. Aquel era en la época el gran “museo” español, por encima del Alcázar madrileño, donde el rey pasaba solo entre dos y cuatro meses al año, y allí estudiaron a los maestros de la pintura generaciones de artistas cortesanos.

Aviso: la entrada cuesta 11 euros y da acceso al Palacio Real y a la exposición pero además puede visitarse con ella el Monasterio de El Escorial y la más pequeña muestra instalada en la Casa de Oficios. A la inversa, quien compre la entrada para El Escorial podrá visitar en Madrid la exposición (no el palacio).