La sombra metafísica

Galería Juana de Aizpuru, Madrid

El reconocimiento le ha llegado a Rui Chafes (Lisboa, 1966) en forma de importantes exposiciones que hacen balance de su sólida trayectoria: el año pasado en el MAM de Río de Janeiro y dentro de un mes en el Centro de Arte Moderna de la Fundación Gulbenkian de Lisboa. En España, donde le han representado las galerías Fúcares, SCQ y Juana de Aizpuru -que sólo le había dedicado una individual, en 2002-, también ha merecido una retrospectiva amplia, Campo de sombras, que tuvo lugar en la Fundación Luis Seoane de A Coruña en 2011. Chafes es un escultor con una gran personalidad, con una concepción tradicional del medio que no es tan habitual como podríamos creer dentro del circuito artístico más exigente, en el que abundan más las variantes del ensamblaje y la instalación. Trabaja siempre, desde 1987, en hierro, lo que le pone en relación con una tradición moderna que se fundamenta en Julio González y David Smith, pero “camufla” su forja perfecta con un recubrimiento uniforme de pintura negra que explica la recurrencia de la palabra “sombra” en los títulos de sus obras y de sus exposiciones. La que ahora presenta en Madrid consiste en un imponente conjunto de esculturas isomorfas pero de distinto tamaño con las que rinde homenaje al pintor Giorgio de Chirico. Estas referencias al pasado artístico son habituales en él: la escultura gótica así como la poesía y la pintura del romanticismo alemán han sido sus faros, y no es extraño que el universo onírico del italiano venga a sumarse a ellos. Se identifica en este conjunto de esculturas pendulares una cita a las cabezas de maniquíes que aparecen en algunos cuadros clave de la primera etapa de De Chirico, como Héctor y Andrómeda (1912) y Las musas inquietantes (1916), pero, más allá de la similitud formal, comparten la deliberada cualidad enigmática. La serie se dio a conocer en el contexto de las intervenciones que en 2011 hizo Chafes en Matera, la ciudad italiana excavada en la roca donde Pasolini rodó El evangelio según San Mateo; allí, las colgó en las iglesias rupestres del Convicinio de Santo António, y cuidó la iluminación para provocar las sombras que tanto le seducen y que tanto protagonismo tienen en los cuadros de De Chirico. En Madrid, sin embargo, ha renunciado a ello, y los negros fantasmas metafísicos flotan en la cámara blanca de la galería. Las “cabezas” están compuestas por agregación de piezas en forma de cuchara, que ha utilizado en otras ocasiones y que quizá guardan recuerdo de la también enigmática Mujer cuchara del Giacometti surrealista.

Buena parte de las esculturas de Rui Chafes pueden ser interpretadas como seres prostéticos, no diré “extraterrestres” porque no pienso que la ciencia ficción entre en el imaginario del artista pero sí con cualidades formales que les confieren una particular alienidad. Sus pieles tienen una densidad de agujero negro y las curvaturas y arabescos de raigambre gótica sugieren una flexibilidad ajena al pesado hierro. Llegan a nosotros desde un sueño fúnebre, desde una mitología desconocida, ahistórica.

Hace un par de años pude ver, en su exposición junto a la irlandesa Orla Barry en la Colecção Berardo, una impresionante obra, Ardiendo en el mar prohibido, que semejaba una medusa pero que funcionaba como una esfinge -tema también tratado por De Chirico- que se nos enfrentaba ante un umbral submarino. Y más ecos míticos: en la sala más pequeña de la galería, el dinamismo congelado de otras dos piezas, Carne misteriosa y Carne invisible, refiere a la metamorfosis escultórica de lo humano que el artista ha admirado, por ejemplo, en el grupo Apolo y Dafne, de Bernini. El espectador, dice Chafes, ha de luchar por la imagen, que es fugitiva.

(Publicado en El Cultural)