¿Se ajusta el grabado calcográfico a las prácticas artísticas contemporáneas? He aquí una demostración de que no hay soporte o herramienta que no pueda ponerse al día. En el trabajo que ahora expone Inma Herrera (Madrid, 1986), continuación del iniciado en 2017 en la Academia de España en Roma, esa actualización se fundamenta paradójicamente en una mirada retrospectiva a dos grandes maestros de la estampa, José de Ribera y Giambattista Tiepolo, y de manera más importante en una superación de las convenciones técnicas y de los límites espaciales del medio.

La artista, que ha completado estudios en Estocolmo y Helsinki, donde reside y expone, reivindica el alto valor de la pericia manual y del tiempo invertido en la realización de las obras, atendiendo al potencial simbólico y poético de los materiales propios de su oficio. En su primera exposición en la galería F2, a pesar de que incluye una estampación de gran formato que reproduce un fragmento del Martirio de San Bartolomé de Ribera, las piezas están realizadas “en” (no “con”) cobre y tinta. Mientras que en el proceso tradicional del grabado la plancha es un paso intermedio en la producción de la imagen, para Herrera no es matriz –aunque pueda cumplir esa función– sino obra final, con propiedades escultóricas. El cobre es una materia energética. Ha sido apreciado por su gran conductibilidad térmica y eléctrica, enfatizada por la artista en anteriores instalaciones que sacaron provecho a la capacidad reflectante de las planchas, convertidas en proyectores de luces. También en un plano metafórico; las grandes superficies cúpricas, que salen de la pared al suelo, se convierten en aras o mesas sacrificiales.

Esa misma plurivalencia de herramienta/soporte/símbolo la poseen los “báculos” o “pasamanos” que se reparten por suelo y paredes. Son tuberías de cobre sobre las que Inma Herrera ha grabado líneas que condensan el dinamismo barroco o revelan sus propias huellas. Estas barras, de nuevo “conductoras”, son apoyos que evidencian el contacto con la mano que fabrica y que, de acuerdo con la fenomenología conoce el entorno. La mano de la artista, vaciada en cemento, ennegrecida, rota y restituida por la vitalidad del cobre, da forma a otra de las piezas expuestas. ¿Sabían que tenemos cobre en el organismo? Es un oligoelemento importante para la sangre y los sistemas circulatorio y nervioso. No sé si Herrera ha tenido esto en mente al argumentar su sólido proyecto pero sí es evidente su entendimiento del trabajo artístico y sus resultados como algo somático. Nuestro contacto físico con la realidad es en gran medida cutáneo y ella ha buscado la interrelación entre lo táctil y lo visual al equiparar la imagen artística, que depende de la mirada, con la piel. Ha inventado un método –a través de un molde intermedio de silicona– para, partiendo de una plancha de cobre incisa, independizar la tinta del papel. Y aquí regresamos al muy manual martirio de San Bartolomé. Al obtener, gracias a dicho molde, una película de tinta que contiene, ilegible para los ojos pero tangible, una amalgama de líneas procedentes de los Caprichos de Tiepolo, efectúa un desollamiento, aísla esa superficie cognitiva de la piel, ofrecida sacrificialmente en un altar de cobre.

Y, otra vez, Ribera. La artista recrea sus “estampas de estudios” que catalogaban ojos, orejas, narices y bocas, piernas o brazos, y que circulaban por los talleres para que los aprendices se ejercitaran en el dibujo. Pero ella, 400 años después, se limita a extraer huellas dactilares. La piel, así, es una forma de firma. Recordemos que, en la Capilla Sixtina, Miguel Ángel se autorretrató en la que cuelga del brazo de San Bartolomé.

Inma Herrera. Ese espacio fuera de mi cuerpo
Galería F2, Madrid. 2021

Publicado en El Cultural.