Hay muy pocas obras de Georgia O’Keeffe (Sun Prairie, 1887 – Santa Fe, 1986) fuera de Estados Unidos. A pesar de la popularidad de sus flores, de su elevada cotización –se expone aquí la más cara jamás adjudicada de mano de una “artista mujer”, etiqueta que ella odiaba– y de que en Estados Unidos es un auténtico mito, en Europa no la conocemos y por tanto no la valoramos lo suficiente. Para que se hagan idea: solo poseen cuadros suyos el Pompidou en París (uno, que no ha prestado, siendo co-organizador de esta exposición que irá allí y a la Fondation Beyeler de Basilea) y la Lenbachhaus en Múnich (dos, sí incluidos), y todos fueron donados a esas colecciones por The Georgia O’Keeffe Foundation después de su muerte. Así que el hecho de que el Museo Thyssen custodie cinco pinturas de la artista es algo a celebrar con enardecimiento, y hace muy lógico que sea el promotor de esta muestra cuyas dimensiones y cuyo excelente nivel constituyen, en pandemia, casi un milagro. Que tantas pinturas hayan obtenido aprobación para cruzar el Atlántico, y sin el preceptivo “correo” (persona que vigila su traslado y desembalaje), se debe en parte al aval del Georgia O’Keeffe Museum de Santa Fe, que ha prestado 37 obras y ha facilitado al máximo el proyecto.

Con todo, hay que recordar que en 2002, la Fundación Juan March organizó una exposición sobre la artista, pequeña pero matona, así que el Thyssen no puede presumir de ofrecernos su “primera retrospectiva” en España. Esta es, ciertamente, más completa e incluso supera a la que montó la Tate Modern de Londres en 2016 al menos en un aspecto que considero fundamental: hace justicia a O’Keeffe como fenomenal personalidad creativa sin sucumbir a los tópicos interpretativos que la han atenazado siempre. Marta Ruiz del Árbol, conservadora de pintura moderna del Thyssen y comisaria de la muestra, ha mantenido fuera de ella a Alfred Stieglitz, fotógrafo, galerista, faro de la modernidad en Nueva York y pareja de la artista. Está claro que facilitó mucho su éxito pero también que la infantilizó y sexualizó con la consecuencia de que no se calibraron bien sus logros. Ya es hora de dejar que O’Keeffe hable, leyendo sus muchos escritos, y de permitir que su obra vuele lejos.

Cuando se revisa el arte estadounidense de la primera mitad del XX sorprende comprobar que, aunque el bodegón (como en Europa) fue tema moderno, el paisaje no tuvo demasiado predicamento. Interesaba la ciudad, el maquinismo, el cubismo o la abstracción geométrica y, cuando tras la Gran Depresión creció la atención al campo primaron los tintes sociales… El círculo de Stieglitz soñaba un nuevo arte “americano” pero sus horizontes eran estrechos. Solo Arthur Dove, con quien O’Keeffe intercambió aprecio y obras, al igual que la vía intermedia entre abstracción y naturaleza, le aguanta el tipo como paisajista. Hay que subir a Canadá para encontrar un interés similar en el paisaje –acompañado también por cierto trascendentalismo y por un respeto a las culturas nativas– en el Group of Seven y en la otra gran maestra coetánea del género, Emily Carr (jamás expuesta aquí).

A pesar de que en él confluyen influencias y factores que adoptó de otros, o compartió con otros, el estilo de Georgia O’Keeffe es único. Y quedó definido pronto. Supo escuchar las indicaciones de su profesor Arthur Wesley Dow, un muy digno paisajista seguidor en Pont-Aven del cloisonismo de Gauguin y Bernard, empapado después de japonismo, que la invitó a explorar las vías que podían ser más fructíferas para ella. Porque, nadie se equivoque: es cierto que su trabajo obedece, de acuerdo con Kandinsky, a “una necesidad interior” pero es sobre todo el resultado de una investigación plástica, de una agregación de herramientas cognitivas y formales con las que supo dar en el clavo. Olvídense del rollo psicoanalítico y erotizado de las flores que, por cierto, suponen tan solo un 5 % de su producción pictórica. Los ingredientes son más sólidos que eso.

‘Desde el lago n. 1’ (1924) y, a la derecha, ‘Lirio blanco’ (1930)

Para empezar, según subraya la comisaria en su esclarecedor texto, O’Keeffe adquiere una condición de caminante que determina la percepción, la experiencia y la elaboración del paisaje. Desde muy pronto, debe medir con los pies a la vez que con los ojos a la vez que con las manos de recolectora –piedras, maderas, hojas, flores, conchas, plumas, huesos– los entornos a los que su ansia de horizontes, su wanderlust, le conduce. Es algo que le recomendó Dow, que además le señaló el modelo musical hacia la abstracción a través de la sinestesia. La pintora –y juvenil violinista– no tardó mucho en llegar a esta meta (1916), tras los pasos de Kandinsky (1911), y en la exposición tenemos un par de ejemplos de la potencialidad de este método, que ella adapta a situaciones sonoras muy concretas. En una temprana obra que se expone (y en una versión posterior, del Thyssen) evoca la expansión en las llanuras texanas de los mugidos de los terneros separados durante la noche de sus madres; en otra, visualiza la energía giróvaga de las danzas indias en Nuevo México.

La abstracción –orgánica– nunca es pura en ella. Puede “representar” un dolor de cabeza o, como en una obra magnífica en la exposición, el estado de consciencia previo a la rendición a la anestesia. Y si fue capaz de otorgar una forma tan precisa a estas intuiciones y experiencias muy personales fue quizá por su maestría en la estructuración de las superficies pictóricas. También aquí había marcado la pauta Dow, tomando como modelo la composición japonesa pero también los diseños del Art Nouveau. Recordemos que, en Chicago, O’Keeffe trabajó en una agencia de publicidad (1908-1910) tras estudiar diseño decorativo en el Art Institute, lo que dejó su huella en la elegancia y en la potencia gráfica de sus imágenes artísticas.

Otro factor que entra en juego en la formulación de su estilo es la Straight Photography de Stieglitz, Paul Strand o Edward Weston y, en particular, el recurso de la magnificación del detalle que, traducido a la pintura de O’Keeffe, monumentaliza esos elementos naturales recolectados por ella y, con especial éxito, las flores, que protagonizan la sala más grande en la exposición. En esta, el recorrido arranca de los primeros carboncillos abstractos (1915) para conducirnos por etapas y motivos, en Nueva York, Lake George y, a partir de 1929, Nuevo México, donde culminan vida y obra. Regresó allí durante varios meses casi todos los años, instalándose en el mítico Ghost Ranch y después en una hacienda en Abiquiú. El Cerro Pedernal, afirma Didier Ottinger en el notable catálogo, se convirtió en su Sainte-Victoire (la montaña obsesiva para Cézanne) pero sus exploraciones tenían también otros destinos predilectos, como el llamado por ella Black Place, en territorio navajo. De la mano, por cierto, de su amigo Tony Luhan (de la nación pueblo) conoció enclaves y culturas indias: vean en la muestra sus encantadoras kachinas. Y, siempre, el desierto y los cielos abiertos que tanto amó, en ocasiones observados a través de la oquedad de un hueso suspendido en el aire.

O’Keeffe tenía 62 años cuando se trasladó definitivamente allí. Muerto Stieglitz, empezó a viajar y se interesó por el dibujo a vista de pájaro de ríos y carreteras en el terreno. La abstracción era ahora la norma en el arte estadounidense y eso tuvo eco en su obra –cuando sus ojos ya le fallaban–, sobre todo en arquitecturas que convierte en campos de color. Pero en sus últimos años ella no era ya pintora, era leyenda.

Georgia O’Keeffe
Museo Thyssen-Bornemisza, 2021

Publicado en El Cultural