El Cultural. 6 de diciembre de 2006

FOTOGRAFÍA, ANTROPOLOGÍA Y COLONIALISMO (1845-2006)
Juan Naranjo (ed.)
Traducciones de Adolfo Gómez Cedillo, Cristina Zelich y Manolo Laguillo
Gustavo Gili, colección FotoGGrafía. Barcelona, 2006
360 páginas

Desde que se inventó la fotografía es imposible desligar la narración histórica de las imágenes que (supuestamente) dan fe de la veracidad de la misma. Por otro lado, la historia de la ciencia está marcada por intereses políticos y económicos, y está igualmente vinculada, casi desde sus inicios, a la ilustración artística. Esta reveladora colección de fuentes sobre las relaciones entre fotografía, antropología y colonialismo que ha compilado el historiador y comisario Juan Naranjo, pone de manifiesto esas servidumbres, y nos permite comprender del papel de la imagen en la dominación colonial. Estructurados en tres bloques, “Medir”, “Observar” y “Repensar”, encontramos escritos que aportan las perspectivas de la medicina anatómica, la antropología, la geología, la policía, la museografía, la historia y la crítica de arte.

En la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX se produce la gran expansión colonial, que coincide con la segunda revolución industrial y, significativamente, con el desarrollo de la ciencia antropológica. Y en un momento en que arranca la necesidad de consumo de imágenes por parte de las masas (prensa ilustrada, colecciones fotográficas, postales). Los europeos se encuentran por primera vez, tanto en las colonias que ahora aumentan de población como en los puertos y ciudades comerciales del mundo blanco, con razas antes conocidas sólo por representaciones idealizadas y “europeizadas”. El antropólogo necesita en primer lugar clasificar, y en consonancia con la novedosa teoría de Darwin, interpretar la evolución de la especie humana a través de los estadios “inferiores” que habitan los territorios colonizados. El objetivo es medir, para comparar. La fotografía se convierte en un instrumento magnífico de recopilación de datos, que además ahorra el viaje al antropólogo. Pero ha de someterse a unas normas, que se van perfilando en los sucesivos textos del libro: siempre a la misma distancia, con tomas de frente y de perfil de individuos de determinadas edades, incluyendo algún tipo de regla, sobre fondo neutro… Las recomendaciones se entremezclan con apreciaciones acerca de la paciencia que hay que tener con los nativos, de su temor a la cámara primero y luego de su oportunismo, o de las dificultades que el clima y los desplazamientos suponen para el fotógrafo. Siempre subyace el sentimiento de superioridad del blanco, que maneja los cuerpos de los otros como lo haría el botánico o el zoólogo. Pero los objetos de estudio devuelven la mirada y las ilustraciones del libro dejan adivinar su desconfianza hacia los respetables estudiosos, que dejan escapar su desprecio en frases como la de E.F. im Thurm: la cámara ha de registrar con precisión “no los meros cuerpos de los hombres primitivos (que, para tales propósitos, se pueden fotografiar y medir con más precisión muertos que vivos, siempre que se puedan conseguir convenientemente en ese estado), sino la propia vida de esos pueblos”; o que confiesan sin tapujos haber robado los cráneos y los esqueletos de los indios (Franz Boas) o su impulso de “exterminar a estas bestias” (Malinowski).

Siendo estas fuentes de los primeros tiempos de gran valor (se echa de menos una más amplia interpretación de los mismos por parte del editor), quizá sean los ensayos de la tercera parte de la recopilación, “Repensar”, los más instructivos. En conjunto, plantean los usos de la antropología visual en la sociedad actual, y detectan en la fotografía reciente poderosos ecos de la fotografía colonial. Así, Iskander Mydin analiza desde Singapur la tenacidad del “exotismo” y de estereotipos como el del buen salvaje, el paisaje virginal y denuncia cómo esa pervivencia supone la “clausura fotográfica del tiempo y el espacio que posibilitarían la existencia de un presente etnográfico”. En la misma dirección reflexiona el poeta argelino Malek Alloula, quien señala en las omnipresentes postales de harenes, figura central del orientalismo, su intención final de romper la prohibición de mirar a la mujer velada y así ejercer el “derecho de (super)visión que el colonizador se arroga y que sirve de soporte a múltiples formas de violencia”. Elizabeth Edwards advierte de la ausencia de cuestionamiento, en algunos museos actuales de antropología, de la fotografía como “construcción” de realidad y de historia, dando por sentada la “transparencia” del medio. Y Christopher Pinney, profesor de Antropología y Cultura Visual en Londres, compara en un artículo de extraordinario interés las características de la mirada del colonizador con las de las prácticas fotográficas poscoloniales en África y La India. En pocas palabras, se trataría de la oposición entre una visión panorámica y desde fuera de la imagen, que privilegia la fuga hacia el interior de la imagen según las leyes racionales de la perspectiva, y una visión táctil, sin profundidad y sin narración, en espacios cerrados por telones, que funcionan como superficies desde las que se erigen “presencias que se proyectan hacia el espectador”.