En Antropología de la imagen (Katz, 2007), Hans Belting propone, en el marco del análisis de los mecanismos simbólicos que rigen nuestro trato con las imágenes, una lectura del retrato como artefacto que sustituye a un cuerpo ausente. La máscara mortuoria, la escultura funeraria, las figuras votivas de cera y la representación heráldica son en este sentido precedentes del retrato pictórico. Su uso privado y social está determinado por un pensamiento mágico y da lugar a prácticas rituales, actos de “animación”. Vida y muerte marcan las funciones que cumplía el retrato como herramienta dinástica, matrimonial, religiosa o simplemente celebratoria del orgullo individual, vinculadas a una consciencia del paso del tiempo, de la caducidad de la existencia y al anhelo de posteridad.
A menudo, los museos agrupan en alguna sala los retratos de una determinada época. La galería de retratos no es, sin embargo, un invento museográfico: los bustos de antepasados o de emperadores en Roma, las sucesiones dinásticas de reyes o nobles o los conjuntos de efigies de hombres ilustres en algún ámbito siguen el mismo modelo. Pero éstas de los museos, donde los cuerpos sustitutivos han encontrado refugio final, son las que hemos podido conocer y las que nos emocionan por su valor histórico, estético y ―por qué renunciar a ello― mágico. El Museo del Prado, cuya colección incluye una importantísima proporción de retratos por sus orígenes reales, nos ofrece un conjunto nunca visto de los primeros rostros individuales de la historia de la pintura. En colaboración con la National Gallery de Londres ―que posee muchos más de este período y a la que se trasladará con cambios en octubre―, ha reunido 126 obras, incluyendo dibujos, grabados, esculturas y medallas, procedentes de trece países, entre las que se encuentran una veintena de cuadros capitales que hacen inexcusable la visita a la exposición. Ésta no se ha planteado meramente como acumulación de obras maestras. Aunque la calidad media es muy elevada, hay cuadros elegidos no tanto por su excelencia artística como por su idoneidad para ilustrar determinados asuntos tipológicos o metodológicos relacionados con el género. Es importante que el visitante lea los textos explicativos en las salas, e incluso los de las cartelas, para comprender el desarrollo del discurso expositivo. Porque, aunque muy interesante, es confuso.
Al principio plantea los orígenes del género en dos ámbitos geográficos, Flandes e Italia, mostrando magníficas obras de Piero della Francesca, Hans Memling y nada menos que el Timoteo y la esposa de Van Eyck. Pero también una importante obra, por ser el primer retrato femenino conservado, pintada en Inglaterra hacia 1400, e inmediatamente saltamos al último cuarto del siglo XV en Italia, a Giorgione ―la belleza del cuadro es inexpresable―, a Rafael y a Tiziano. A continuación, entramos en cuestiones ya iconográficas, con ilustraciones de los distintos tipos de relación del pintor con sus modelos, o de éstos entre ellos ―familiares o amistosas―; luego se expone cómo el retrato no se basa sólo en la semejanza sino que se completa con signos de las aficiones, ocupaciones y el rango social. Se toca, como es lógico, el autorretrato del artista ―en una sección algo pobre― y se exploran las “fronteras del retrato” con criterio demasiado heterogéneo: semblantes que no pretenden ser representaciones de individuos, bufones, y en un sentido más literal, las relaciones de la imagen con el marco y el espacio real. Puedo entender la inclusión aquí de los humanistas, y no en el capítulo de las “ocupaciones”, pero me parece una cuestión de matiz que contribuye al desorden.
Además, algunas obras reflejan los procedimientos para retratar y reelaborar obras precedentes, también por el medio de la imprenta, y finalmente se dedica el espacio más amplio al retrato de corte. En ese recorrido habremos encontrado extraordinarias obras de Ghirlandaio, Parmigianino, Lotto, Pontormo, Bronzino, Moroni, Holbein ―uno de sus retratos más fascinantes, la Dama con ardilla y estornino― Moro, Botticelli… Y muchas del Prado, claro. Predomina lo italiano, tal vez porque el comisario sea jefe del departamento de pintura italiana del museo, y no se presta la suficiente atención a los ámbitos germánico, francés y británico. Está claro que Italia fue entonces el centro artístico más potente pero, precisamente en el retrato, esos otros focos ofrecieron alternativas con gran personalidad. Incluso nuestro país queda algo disminuido, quizá por compensar la exposición de hace tres años sobre el retrato español: un solo Greco y ningún Pantoja de la Cruz… Faltarían también, para trazar una panorámica más completa, pintores tan destacables en este ámbito como Christoph Amberger, Corneille de Lyon, Jean Clouet o Michael Sittow.
Exposición en el Museo del Prado, Madrid
Publicado en El Cultural