Teatro de sombras
Caixaforum, Madrid
Publicado en El Cultural
Viene del Hirshhorn Museum and Sculpture Garden con considerable retraso -se vio allí en 2008- y demediada: llegan sólo 8 de las 19 piezas que integraban esta segunda parte, titulada Realismo, de la exposición en dos entregas El efecto del cine. (La que en Washington fue primera parte, Sueños, podrá verse en CaixaForum Barcelona a partir de mayo, en el contexto del Festival LOOP 2011). A pesar de ello, la selección de obras, casi todas de la última década, tiene aún vigencia y, sobre todo, un gran atractivo tanto teórico como visual. El título es confuso: cinema effect tiene sentido en inglés pero efecto del cine no es apropiado. Ni siquiera se trata de la “influencia” del cine. Las películas y vídeos elegidos recrean de manera muy consciente y con ánimo crítico, irónico o como homenaje, diversos procesos propios del cine documental o de ficción. Tampoco Realismos define bien el contenido de las proyecciones: lo que los artistas hacen es destripar los trucos que el cine utiliza para que la narración nos parezca creíble. Sería más preciso describir el conjunto como Falsificaciones o Simulacros.
Cada proyección tiene su sala y su papel en el discurso general. Se puede proponer un recorrido, que no es el trazado en el montaje, atendiendo al orden cronológico de las fases de la producción cinematográfica a las que se hace alusión. Una de las primeras sería el casting. Ian Charlesworh la aborda en John, la obra más intensa desde el punto de vista emocional, en la que un adolescente de Irlanda del Norte hace una prueba para interpretar lo que es: un joven de clase trabajadora con experiencia en conflictos familiares y sociales. Más liviana es la alusión al trabajo actoral de Kerry Tribe con Double (2001), en el que pide a cinco actrices que se parecen algo a ella que la interpreten ante la cámara, en el papel de videoartista transplantada desde Nueva York a California: una de esas obras “yo, yo, yo” en las que “yo” no parece tener nada muy interesante que contar.
El segundo de los elementos indispensables para la narración es el escenario. Es claramente el tema de New York, New York, New York, New York (2004), de Mungo Thomson, que recorre, en cuatro pantallas, diversas recreaciones hollywoodienses de calles neoyorquinas. El set, insinúa el artista, es algo muerto, que violenta la realidad por la ausencia de personas, de ruidos. La localización de exteriores queda para Isaac Julien, con Fantôme Créole (2005). En una de sus clásicas piezas multicanal, en pantallas alineadas, con efectista sonido retumbante e imágenes preciosistas, muestra dos rutas paralelas por Burkina Fasso y Escandinavia. Su inclusión en este proyecto expositivo ayuda a comprender que Julien, a pesar de su pretensión de hacer un examen histórico del conflicto racial, es ante todo un paisajista. Los personajes que pasean pomposamente o danzan aquí y allá tienen como función guiar las panorámicas de lugares en verdad carismáticos.
El rodaje constituye el motivo de reflexión de Tuin (1998), de Runa Islam; obra sencilla, breve y poética sobre el remake y sobre la interrelación de mirada y movimiento, que involucra al espectador en ese juego a través de la disposición de las pantallas. También se puede asociar el proceso de rodaje a Lonely Planet (2006), divertida producción de Julian Rosefeldt que está llena de guiños a lo cinematográfico: grúas y travellings, maquillaje, extras, cuerpos de baile, exhibición en las salas, público… El siguiente paso sería la postproducción, que da entrada a la obra de mayor calado en la muestra: Goldville (2005), del israelí residente en Berlín Omer Fast. El artista estuvo una semana en Colonial Williamsburg, un gran set histórico en el que los propios habitantes recrean para los numerosos turistas la vida en el siglo XVIII. En este proyecto perverso, Fast utiliza el montaje para que los tres actores-residentes elegidos (entrevistó a diez), un ama de casa, un esclavo doméstico negro y un miembro de la milicia, confundan su presente y la vida pasada que encarnan de manera, como poco, desazonante. Cortando y pegando frases o fragmentos de frases pronunciados en distintos momentos de las entrevistas, inventa unos nuevos parlamentos con los que se refiere a algunos de los aspectos más oscuros de esa apacible vida dieciochesca. El sometimiento de las mujeres, la esclavitud, el fanatismo religioso (actual) y las heridas de las guerras afloran en este retorcimiento del género documental. Los personajes se enredan como en las pesadillas, mientras que, en el reverso de la pantalla, se suceden las vistas estáticas de esas bonitas casas llenas de fantasmas, las incongruentes construcciones en la parte más reciente del pueblo, los preparativos de las grandes paradas teatrales con cientos de personajes y los turistas que recorren el lugar.
Finalmente, llega el momento de la proyección. Paul Chan, con 1st Light (2005), da otro salto atrás, a la prehistoria del cine y a su misma esencia. Todo lo visto hasta aquí es ilusión, a la que el espectador debe prestarse. El cine es finalmente un teatro de sombras, coloreadas o no, que flotan en una pantalla. Hay siempre un foco de luz que actúa como trampa para la mirada.
Lástima que haya que hacer un reproche, y muy grande, a la muestra: ¿ni un artista español que trabaje en este territorio? Inaceptable.