Diseñart. Marzo de 2007

En 2006 celebramos el primer centenario del nacimiento de Becket, de Rossellini y de Visconti; el primero de la muerte de Cézanne y de Ibsen; el cuarto del nacimiento de Rembrandt; el quinto de la muerte de Cristóbal Colón y de Andrea Mantegna; y también el 250 (?) aniversario del nacimiento de Mozart. España no ha encontrado este año, tras el empacho cervantino, una efeméride con suficiente gancho: parece que Colón está “quemado” tras el quinto centenario del descubrimiento de América en 1992 y el de la muerte de Isabel la Católica hace nada (además, lástima, no era español); el 75 de la República resulta excesivamente caprichoso y el 450 aniversario de la muerte de san Ignacio de Loyola traído por los pelos y, al igual que el quinto centenario de la muerte de san Francisco Javier, demasiado católico. Nuestra pobre política cultural precisa, no obstante, de un acontecimiento que compita en el mercado cultural internacional, así que se rebusca hasta encontrar alguna excusa relacionada, eso sí, con un nombre de gran resonancia. Resulta que hace 125 años nació Picasso. No es para celebrarlo. Pero si lo complementamos con que se cumplen 100 años desde que volvió a Barcelona (temporalmente) tras una primera etapa en París, 25 años desde que el Guernica se trasladó a España y 70 desde que el artista fuera nombrado director del Museo del Prado, ya podemos dar trabajo a la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales y dar contenido, a partir del 6 de junio, al Museo del Prado y al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, que parecen no tener nada mejor que proponernos. Esa será la mayor. Pero no olvidemos que la Comunidad de Madrid se prepara para homenajear a los héroes de “la movida”. Qué miedo.
Cuando existe una cultura de Estado, las conmemoraciones no son nunca inocentes. La celebración de los centenarios de hechos históricos buscan la afirmación nacional y la proyección de una determinada imagen como país. Los centenarios de artistas venden un rebozo de cultura y se ponen descaradamente al servicio de la industria turística. Claro que unos tienen más posibilidades de éxito que otros. Deben darse, al menos, tres circunstancias clave. La primera es que se cuente con el compromiso decidido de las administraciones públicas implicadas, que deben realizar un gran esfuerzo en la financiación de las variadas actividades de rigor y en la imprescindible promoción de las mismas dentro y fuera del país. La segunda es que la celebración sea económicamente rentable. Para ello debe mover un gran número de visitantes, que harán el correspondiente gasto en hostelería y shopping, y nada mejor para lograrlo que una exposición irrepetible (o dos, o tres) en la que se reúnan obras de museos de diferentes países (no importa que se pueda poner en peligro su correcta conservación). Cuando no se trata de artistas plásticos sino de escritores o músicos, conviene que estén ligados a una ciudad o territorio carismático que pueda funcionar como escenario de la memoria histórica de ese personaje y, así, sea suficientemente atractiva para montar la campaña turística; además, las industrias editorial y discográfica podrán sacar tajada. La tercera es que el epicentro de la celebración sea una capital importante. Probablemente, el centenario del gran Mantegna, que se conmemorará en Padua, Verona y Mantua, o el de Cézanne, que cuenta con una exposición en París pero tendrá mayor presencia en Aix-en-Provence, no tendrán los resultados que el de Rembrandt o el de Mozart, con los “marcos incomparables” de Amsterdam y Viena. El viaje es, de un lado, más fácil, y, de otro, más aprovechable. La coincidencia de esas tres circunstancias, finalmente, facilita la afluencia de cuantiosos fondos a través del patrocinio de empresas privadas.
Nadie puede dudar de la excelencia de todos estos artistas, que merecen ser recordados no cada siglo sino cada año, y no hay que desdeñar la labor de divulgación que se realiza. El problema es que el sistema, cada vez más consolidado, de las conmemoraciones estatales está imponiendo una doble dinámica nada deseable. De un lado, instrumentaliza la creación sin ningún rubor y la sitúa al servicio de la propaganda política y del provecho económico. La mayor parte de las administraciones nacionales, autonómicas y locales son muy poco activas en el apoyo a las artes, y utilizan las efemérides para fingir, a menudo con cuatro actividades improvisadas que se anuncian a bombo y platillo, un auténtico compromiso con la cultura. De otro, el gran evento que mira al pasado roba atención y presupuesto a la construcción del futuro. Nunca antes las sociedades de los países desarrollados tuvieron tantas facilidades para acceder a la cultura, ni tanta disposición para aprender y disfrutar de ella. Pero habremos de reconocer que el arte, la música o la danza de hoy no han llegado al gran público. El arte contemporáneo no siempre es fácil, e incluso alguna vez peca de pretencioso e innecesariamente oscuro. Pero es nuestro arte, producto de nuestro tiempo, parte (aunque a veces no sepamos reconocerlo) de nuestra cultura visual; nos analiza y nos expresa. La cultura oficial descuida la necesaria mediación (entendida como acercamiento) entre ciudadanos y artistas de hoy para ofrecernos imágenes del ayer que resultan mucho más cómodas para el público, y por tanto más rentables políticamente, y que pueden ser manipuladas sin ningún problema.