Diseñart. Septiembre de 2006

Hace ya algún tiempo que los sociólogos identificaron una tendencia muy extendida en los países desarrollados y muy ligada a los hábitos de consumo: un determinado grupo de adultos está adoptando pautas de conducta adolescente. En Estados Unidos los llaman kidults; aquí se ha propuesto el neologismo “adultescentes”. Antes, se hablaba de “síndrome de Peter Pan”. Estos adultos no quieren asumir responsabilidades, juegan a la videoconsola, leen comics, salen por la noche, comen chucherías y rehuyen cualquier complejidad intelectual. Los responsables de marketing de las grandes empresas les tienen muy en cuenta, pues unen a una compulsión consumista un poder adquisitivo superior al de los auténticos adolescentes.

También el mundo de la cultura y el mundo del arte se están plegando a sus demandas. Los libros de misterio y aventuras o las películas de efectos especiales encuentran en ellos un público fiel, pero estos géneros ya tenían antes su cuota de éxito por ser de consumo más amplio. El fenómeno es más novedoso en las artes plásticas que, más minoritarias en su difusión y al alcance de menos bolsillos en su comercialización, habían mantenido ciertas exigencias intelectuales. Es cierto que antes habían coqueteado con los medios de masas y se habían aventurado en las procelosas aguas de el cómic, la publicidad y otras formas de low Art, pero casi siempre se guardaban las distancias y se esgrimía frente a esas esferas una actitud irónica. Las operaciones “en contra” del high Art se han hecho tradicionalmente “desde dentro” del arte y han sido neutralizadas por el sistema, reconduciendo las obras resultantes a los museos. Uno de esos ataques desde el interior ha sido protagonizado por los artistas que se interesaron desde principios de siglo por las obras de los locos y de los niños. Klee, Miró, Dubuffet y el expresionismo en general valoraron la inocencia gráfica como medio de atacar las convenciones y buscar una expresividad primaria. Hoy, más que la infancia, interesa la adolescencia, que ya no es vista como etapa problemática sino como ideal estético y vital.

Un sector del arte actual está, de un lado, fascinado por la figura del adolescente como tema y, de otro, aplaude formas de hacer y de pensar propias de esa edad. En el primer grupo se encuentran algunas propuestas válidas que examinan con mirada inquisidora esa encrucijada personal y social a la que se enfrentan los jóvenes. Artistas como Anthony Goicolea o Rineke Dijkstra muestran las turbulencias psíquicas y físicas de unos años angustiosos o incómodos. Pero a la zaga les han ido muchos otros creadores, sobre todo fotógrafos y videoartistas, que nos han aburrido sin tregua con insustanciales relatos juveniles.

En el segundo grupo se dan actitudes más reprobables. Básicamente encontramos artistas que se expresan con una pobreza de medios y de contenidos pasmosa, con una falsa ingenuidad, una torpeza y un pretendido amateurismo que los críticos y comisarios más frívolos, y buena parte de las instituciones museísticas -esto es lo más sorprendente- aprueban. La banalidad de estas posturas es similar a las de los artistas “de club”, que han introducido la discoteca, la moda y el petardeo en los museos. No es raro que estos artistas ronden los cuarenta y tengan edad, por tanto, de tener hijos adolescentes y, por lo general, demuestran un narcisismo individual (atentos a sus insulsas interioridades) o de grupo (por orientación sexual, ambiente, música) desprovisto de cualquier elaboración teórica o plástica. En algunos momentos de la historia de la cultura se ha podido defender que “lo personal es político”; en este contexto no creo que sea adecuado ir más allá del “encantado de haberse conocido”.

Por otra parte, el mercado requiere carne fresca y se da entrada en los circuitos expositivos más importantes a gente demasiado joven, que ni siquiera ha acabado de definirse y está probando direcciones. Bien está que cada cual encuentre y defienda su mundo, su estilo, pero no está bien que quienes tienen más influencia conviertan estas vacuidades en tendencia. El arte contemporáneo no puede permitirse esta regresión infantil. En ferias y bienales se privilegia este tipo de obras, que son llamativas y fotogénicas, lo que ahonda la confusión: esto no debe identificarse con el arte de hoy, el adulto, inteligente y ambicioso en su alcance, que debería ser el de mayor visibilidad y el más valorado en todas las instancias críticas y de gestión.