El miedo a las serpientes lo tenemos grabado en el ADN: disponemos, como primates, de un grupo de neuronas especializadas en reconocerlas con mayor rapidez que cualquier otra amenaza. Símbolo primordial de la energía telúrica, encarnan en diversas religiones el principio del mal y/o el principio femenino, enroscándose a diosas de toda calaña. En realidad, hoy no son tan peligrosas. En los Estados Unidos, si bien entre 7.000 y 8.000 personas son mordidas por serpientes venenosas cada año, solo mueren unas cinco, frente a los casi 40.000 fallecimientos por armas de fuego. Eso no impide que se sigan organizando en el Sur del país catorce round-ups (capturas masivas) anuales de serpientes de cascabel en las que son masacradas a millares. El más grande es el de Sweetwater, un pueblo texano de 10.500 habitantes que lo ha convertido en seña de identidad y motor económico. Angelika Markul (Szczecin, Polonia, 1977) fue allí el pasado marzo para sumergirse en este atroz festival.
Lo convocan los Jaycees (Junior Chamber, JC), una organización juvenil con fuerte implantación en Estados Unidos cuyo credo incluye que “la fe en Dios da propósito a la vida humana”. Su fin es entrenar “para el liderazgo” y el desarrollo personal a sus miembros, entre los que hay mujeres solo desde 1984 y por imposición judicial. En Sweetwater tienen en el roundup un jugoso negocio, desde 1958: cobran una entrada bien cara al recinto donde se hace espectáculo de la extracción de veneno, la decapitación y el despelleje de las cascabel, y donde se venden cabezas en formol, pieles y objetos hechos con ellas, o se degusta su correosa carne frita. Los defensores del evento argumentan que contribuyen a la herpetología y al control reproductivo, o que el veneno va a las farmacéuticas… pero parece que este, junto a los órganos más apreciados, se vende en Asia. Aparte de la atrocidad de la hecatombe ofídica, que entraña hambre, sed, laceraciones y asfixia, estas celebraciones suponen un atentado medioambiental: algunas especies empiezan a estar en peligro de extinción y los cazadores contaminan el entorno mediante la inundación con gasolina de las madrigueras para hacer salir a sus presas, que cobran al peso.
Un documental convencional sobre esta verdad inverosímil tendría ya garantizada nuestra máxima atención. Pero Angelika Markul no es una documentalista. Durante años se ha interesado por parajes naturales e investigaciones científicas que nos obligan a meditar sobre el tiempo, sobre la huella de los seres vivos en el planeta y sobre la superación, gracias a una imaginación ecológica, de las barreras para el conocimiento de universos otros. En Sweetwater, transforma a través de un vídeo de exquisita producción aquella carnicería en una ceremonia sacrificial y cuasi-psicotrópica, cualidad enfatizada por la luz amarillenta, venenosa, que baña el espacio expositivo. Con este proyecto da un enorme paso adelante respecto a vídeos anteriores (algunos vimos en su anterior muestra aquí, en 2018), más esteticistas, si bien es cierto que en el medio escultórico, que había sido hasta ahora su fuerte (revisen sus instalaciones en el Palais de Tokyo o en el Zamek Ujazdowski), se vuelve parca y “literal” con una única serpiente de bronce, que nos podría remitir a la que Yahvé ordenó a Moisés fabricar para curar a los envenenados por mordeduras.
Por primera vez el paisaje no centra por completo la atención de la artista y da paso a una cierta narratividad, que reestablece la ancestral melé de la juventud y la muerte. Los planos van contraponiendo el concurso de belleza (Miss Rattlesnake Charmer) en el que participan una docena de blanquísimas sonrisas andantes, capaces de desollar una cascabel sin que se les descomponga un tirabuzón, y el escalofriante pozo de las serpientes y su “procesado”, acompasado todo con una excepcional banda sonora que incorpora sonidos ambientales como el siseo de las sierpes o canciones –Jolene, de Dolly Parton– que escuchamos amortiguadas por oníricas brumas. Antes, hemos llegado al recinto conduciendo por el desierto y observando la formación de un tornado –recordemos la vinculación de la danza de la serpiente de los hopi con la lluvia– y el destartalado caserío de una población con un 25 % de habitantes bajo el nivel de la pobreza. Que ha votado por Trump. Hace solo 150 años que el hombre anglo se asentó en este condado que fue de los indios (kiowas, apaches), de los desaparecidos búfalos, de las serpientes y del viento. Ha tenido que inventar una identidad local y ha recurrido, quizá sin saberlo, a sus estratos más primitivos.
Angelika Markul. Deadly Charm of Snakes. Galería Albarrán Bourdais, Madrid. 2020
Publicado en El Cultural.