Espacio Fundación Telefónica

Virxilio Vieitez, memoria colectiva

No es la primera exposición en Madrid de Virxilio Vieitez (Soutelo de Montes, Pontevedra, 1930-2008): en 1999, muy poco después de su “descubrimiento”, se mostró una selección de su obra en el Canal de Isabel II y en 2009 Juana de Aizpuru organizó una exposición con diversas ediciones autorizadas por la hija del fotógrafo, fallecido el año anterior. Pero ésta es sin duda la más completa. Hasta que el MARCO de Vigo emprendió, de la mano de la comisaria Enrica Viganò, la exploración de su archivo de negativos, las fotografías expuestas habían sido casi siempre las realizadas entre 1955 y 1965 con una Rolleiflex de 6 x 6; pero había miles de negativos de 35 mm y otros 6 x6 rescatados por la hija de Vieitez de viejas latas. Y el MARCO desveló en otoño de 2010 la vastedad de la producción del fotógrafo es esta retrospectiva que, coproducida por la Fundación Telefónica, nos llega ahora.

Virxilio Vieitez no era un artista; él nunca lo pretendió, aunque sí presumía de buen oficio. Pero tenía, sin ninguna duda, “estilo”. Y muy marcado. Cuando, en esas muestras anteriores, se optó por las fotografías más impactantes, más originales, a veces con un toque surrealizante -a nuestros ojos, no a los suyos ni a los de su clientela-, se estaba falseando en cierta medida su idiosincrasia. Esta amplia muestra recoge toda la extensión de su práctica profesional, dando mucho espacio, quizá excesivo, a los retratos que hacía por los pueblos de la comarca para el DNI, que en los 60 incorporó obligatoriamente la fotografía del identificado, y para el libro de familia. El mayor interés de toda esta sección, además del antropológico, muy acusado en toda su trayectoria, es observar cómo Vieitez acotaba el “espacio de la representación” en plena calle a través de trapos y sábanas para posibilitar el prescriptivo fondo blanco de las fotografías oficiales. A menudo, el entorno es chocante, y hasta aparecen otros personajes que se asoman a la imagen. Pero donde Vieitez destaca de verdad es en los retratos, casi siempre al aire libre, que él componía con inusitados esquemas. Aunque hizo retratos de estudio, prefería sacar a los modelos al exterior: por la mayor luminosidad y porque le permitía establecer interacciones con el contexto visual y de significados. Tanto en los retratos individuales como en los de dos o tres figuras -que son los mejores- o en las escenas de ceremonias -bodas, entierros- y celebraciones, está reflejando la identidad cambiante de todo un grupo de población, el de la Terra de Montes, en la que lo geográfico tiene un peso enorme. De un lado está la vinculación con la tierra y con el trabajo en el campo, que se cuela en muchas fotografías sin el más mínimo asomo de tipismo, lejos de cualquier tópico. De otro, la realidad de la emigración masiva, que propiciaba muchos encargos fotográficos, pues los que permanecían debían actualizar los recuerdos de los ausentes a través de nuevas efigies que les mostraran allí, en el pueblo añorado.

En los primeros lustros de la actividad de Vieitez los modelos no sabían posar. No era habitual hacerse fotos, y la rigidez de muchos y hasta el susto de algunos suma atractivo a las imágenes. El fotógrafo se acostumbró a dirigir la puesta en escena y encontró en esa faceta de “escultor” con materia viva una vía para su creatividad. Encontramos composiciones de figuras extraordinarias, nada convencionales, en las que aparecen elementos de “decoración” y de “atrezo” sorprendentes: la huerta con los grelos o el campo de maíz, un apilamiento de ladrillos, la radio, la cabra, la moto… Las fotografías últimas, en color, no desmerecen en nada y son verdaderamente divertidas. Ya entonces había cámaras en las casas y la memoria icónica colectiva, antes exclusiva de Vieitez, comienza a compartirse.

(Publicado en El Cultural)