La expulsión del Paraíso

La obra de Darío Villalba se enfrenta a una realidad para él insoportable: la imposibilidad de detener el tiempo, la continuidad. En la religión hebreo-cristiana, el tiempo se puso en marcha con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso terrenal, que acabó con la suponible eternidad que les esperaba en presencia de su creador. El políptico (forma de organización de imágenes con tanta tradición en el arte religioso) que ha pintado Villalba con el título de Expulsión se refiere a este episodio bíblico, aunque como era de esperar de un cristiano tan violentamente heterodoxo como éste, adquiere matices muy poco acordes con la iconografía tradicional.

El joven Adán se ha quedado solo. La leyenda hebrea habla de una primera mujer fabricada por Yahvé, de nombre Lilith, que no hizo más que darle quebraderos de cabeza a su compañero, el cual acabó por pedirle al todopoderoso que se la cambiara. Este Adán quizá no conozca hembra. Tal vez ignore su propia sensualidad, o tal vez provoque a sabiendas el deseo, sin intención de satisfacerlo. Pero no es ésta la principal diferencia que le opone a los adanes de otros artistas del pasado. Frente a la profunda pesadumbre que aqueja a los expulsados, frente a la terrible vergüenza y arrepentimiento que les obliga a encogerse y a huir con la cabeza gacha, el primer hombre de Darío Villalba se muestra arrogante y desvergonzado y, como podemos colegir de otras imágenes recientes del artista emparentadas con ésta, ni siquiera es consciente de lo que se le viene encima. Y lo que se le viene encima es la densa oscuridad de los paños que le flanquean, las por otra parte bellísimas snap-shot paintings que dan fe de la valentía técnica del pintor, que mezcla agua y óleo consiguiendo con ello calidades lumínicas y texturales de enorme riqueza.

La tormenta cósmica que rodea al pequeño rufián, así como la rebeldía que implica su actitud, remiten al gran maldito de la tradición hebrea, Satán, el más hermoso y prepotente de los ángeles, otro expulsado. El mismo artista ha señalado este paralelismo. Es un Satán que podríamos calificar de clásico, por su complexión atlética -aunque algo delgado para los cánones más estrictos-, por la pose reposada, por la lisura de su piel. En la obra Atrapado reaparece el mismo personaje, ángel y demonio, en una postura que recuerda vagamente, salvo por el importante detalle de que no ha cruzado una pierna sobre la otra rodilla, al Spinario, la famosa estatua helenística conocida a través de recreaciones romanas. Pero la figura tiene también algo de decadente, de herencia simbolista, y de viscontiano: Villalba llama la atención sobre su parecido con el joven de La muerte en Venecia, cuyo argumento resulta igualmente familiar a la vista de estas obras. En cualquier caso, tras la furiosa explosión, visceral, sangrienta, escatológica, de su anterior exposición en Madrid, en la galería Gamarra, Villalba parece mostrarse ávido de clasicismo. Se impone en buena parte de sus obras una fría belleza (rehusa vehementemente la calificación de expresionista), ensimismada e inaccesible, que contiene sin embargo una enorme tensión. Se perfila una irreconciliable escisión entre la juventud y la vejez, entre un inconsciente y egoista dejar pasar unos años de plenitud que parece que nunca van a extinguirse y un desesperado intento de seguir viviendo en los años de la decrepitud. Esas dos esferas se yuxtaponen, sin mezclarse nunca, en los cuadros de Villalba. En Atrapado, el efebo mira, sin verla y sin comprenderla, queriendo ignorarla pero sin conseguirlo del todo, la espantosa cabeza momificada de una joven que conserva, a pesar de los estragos, cierta belleza y que porta una gran carga poética.

Las imágenes fotogáficas que Darío Villalba transforma en pintura, tras una etapa en que aparecieron cubiertas de tachaduras (agresiones) se ofrecen ahora casi limpias. Es tal su valor icónico, su carácter emblemático, que, según él mismo afirma, apenas se atreve a tocarlas. Sin embargo, no puede dejarlas impunes. Como en el esgrima, las “toca”, lucha con ellas a “primera sangre” superponiéndoles pequeños toques de rojo en áreas generalmente no mortales (un hombro, una rodilla), y las deja vivir. Podría destruirlas. El higiénico blanco y negro no oculta su vulnerabilidad. La calma, no obstante, se impone, aunque con dureza. Quizá sólo de manera temporal. En la madurez, Villalba es capaz de analizar artísticamente todo este mundo de conflictos vitales, a pesar de su apasionado carácter. En la soledad del estudio su fervor creativo se ha intensificado de manera muy notable, se ha volcado en la traslación al lienzo del acrecentado deseo que invade a quienes ven escapar la juventud y a ver algo más cercana la muerte. Deseo sexual y deseo de vida, como se deja adivinar, por ejemplo, en la imagen congelada del anciano que se zambulle en la piscina.

Las pétreas superficies, áridas y desérticas que encierran al Adán de Darío Villalba, contienen amenazas de muerte. Su cualidad cenicienta, en este contexto, hace pensar en ese impresionante rito de la señalización de una cruz en la frente del creyente el Miércoles de ceniza, acompañado de la salmodia “Polvo eres y en polvo te convertirás”. Del Paraíso que ha dejado atrás, por otro lado, no ha quedado otra cosa que una hoja de eucalipto, rota, adherida a la pintura. No en vano los botánicos, para describir la forma de la hoja del eucalipto adulto, utilizan la imagen de la guadaña.

(Publicado en la revista Arte y Parte nº8, Madrid, abril-mayo 1997. Reeditado en el catálogo de la exposición del artista Fundació Pilar i Joan Miró, Palma de Mallorca, 1998).