Adolfo Schlosser no da explicaciones. Mientras cierto sector de la crítica y del mundo del arte valora tanto, hasta exige, que un artista sea capaz de desmenuzar teóricamente su obra, Schlosser calla, y creo que incluso se divierte con el desconcierto que su silencio produce. En realidad, no sabemos gran cosa de él. A pesar de haber sido Premio Nacional de Artes Plásticas, es un artista relativamente olvidado, en buena parte porque él no ha querido prestarse al juego de la fama, pero también porque lo que hace no ha estado en ningún momento de moda. En lo formal, pueden encontrarse algunos contactos, en el ámbito internacional, con la obra de Robert Smithson, pero sus intenciones parecen ser distintas y, en España, se encuentra prácticamente aislado, difícilmente enmarcable en grupos o tendencias. Si bien en un principio compartio ideas y actividades con algunos artistas y críticos ligados a la galería Buades, en la época en que Carlos Alcolea o Eva Lootz participaban en los conciertos que él dirigía con música de sus esculturas-instrumentos, posteriormente se fue alejando de toda compañía y continuó su obra en solitario. Se han publicado contados escritos suyos, poemas de uso personal, de nuevo algo burlescos, de los que es difícil extraer más que alguna pista insegura. No concede (o no le solicitan) entrevistas. Sólo nos queda su trabajo para intentar orientarnos. Y de él se deducen dos referencias vitales fundamentales: su experiencia como navegante, en barcos pesqueros, durante los cuatro años que permaneció en Islandia, y como paseante del entorno de Bustarviejo, el pueblo serrano donde vive desde hace más de veinte años. A partir de aquí, casi todo es aventurar.
Pero más que a una aventura, querría referirme a un viaje. Se ha observado que Schlosser es presa de una fijación: la de trazar esquemas de orientación en el territorio. Su actividad cartográfica se limita, sin embargo, a parajes muy concretos, vividos: las montañas de Bustarviejo, la bahía de Zahara de los Atunes, Moraira. O se traslada a lo más general: la rosa de los vientos. Son mapas o brújulas para viajes inmóviles, que Schlosser realiza con la mirada o con la imaginación, y con el recuerdo de las travesías reales que emprendió antes. La mirada necesita de la luz, y, hablando de paisaje, de la luz del sol. Creo que, finalmente, Schlosser, adoptando una perspectiva más geocéntrica que heliocéntrica, podría estar observando, en los desnudos, duros parajes de cielos abiertos que transita, el recorrido diario del sol y asociándolo a ideas como orientación, viaje, centro desde el que se verifica la rotación, mirada desde el centro.
Especialmente en su obra de los años noventa, esa noción de centro parece fundamental. Sus instalaciones y esculturas de mayor envergadura giran en torno a ella. Pensemos en Bóveda (1994), Centro (1993) o El cielo sobre la tierra (1994). Las tres responden a organizaciones circulares cuidadosamente ordenadas numéricamente. En Bóveda parte de un tronco de abeto seccionado verticalmente en cuatro partes, que se van multiplicando a doce y múltiplos de doce según nos alejamos del centro. Esta ordenación parece ser la trasposición de una configuración tradicional para la representación del tiempo en Occidente, que tiene como base las cuatro estaciones y los doce meses del año, y que al mismo tiempo está señalando los cuatro puntos cardinales y las direcciones intermedias. Un diagrama, por tanto, espacio-temporal. Centro y El cielo sobre la tierra se basan en el Altar del cielo de Pekín, una construcción de nueve círculos concéntricos con nueve piedras en la primera vuelta y ochenta y una en la última. Se acompaña de la salmodia: “El cielo es uno, la tierra es dos, el cielo es tres, la tierra es cuatro, el cielo es cinco, la tierra es seis, el cielo es siete, la tierra es ocho, el cielo es nueve”. El centro del mundo, en un sentido más amplio del que le damos en Occidente, es entendido allí como un lugar de encuentro entre el cielo y la tierra, idea ante la que no podía quedar indiferente Schlosser. Tanto en Bóveda como en Centro está presente el cuarzo, abundante en Bustarviejo, que por su blancura podríamos relacionar con la luz, con la piedra caída del cielo. Centro se completa con semillas de pino, elemento aéreo, símbolo de eternidad. Otro indicativo de una dimensión temporal.
En Bóveda, como en muchas otras piezas de Schlosser, se reúnen dos materiales naturales, la piedra y la madera, mediante los que transmite una visión esencializada de los dos elementos más característicos del paisaje, la roca-montaña y el árbol-bosque. Un paisaje al mismo tiempo muy geometrizado e intelectualizado en su ordenación, y muy sensorial y anárquico en la presentación de los materiales, escasamente intervenidos: secciona la madera o moldea el barro, pero rara vez talla o se preocupa de alisar o embellecer las superficies.
El centro tiene enorme valor por sí mismo como noción organizadora del espacio y del tiempo en la imaginación pero, además, posee una característica especialmente importante para el artista: es un lugar privilegiado para observar la realidad circundante, que puede, además, siendo imaginario, trasladarse. Desde los dibujos de la exposición Stilleben (galería Buades, 1987) hasta su última obra, concebida para el Centro del Carmen, es obsesiva la visión en derredor. En esos dibujos, y en los que acompañaron, el mismo año, la instalación Primera nieve en Oviedo, Schlosser adopta una forma de perspectiva circular contraria a las formas tradicionales de representación: traslada al papel todo lo que puede ver desde un punto girando la cabeza, incluyéndose a sí mismo (sus zapatillas, sus manos dibujando). El punto en el que se sitúa el artista es el centro. Desde esa fecha ha realizado diversos montajes fotográficos, panorámicas completas resultantes de una visión circular: la titulada Puesta de sol, la incluida en la exposición de la galería Ginkgo en 1985 y la de la mencionada pieza para el IVAM, estas dos ordenadas además en el interior de unas esferas huecas que abundan en la concepción concentrada y a la vez cósmica de Schlosser.
La visión en círculo puede ser objeto de algún empuje distorsionador, generalmente ascensional, y entonces aparece la espiral, forma que adoptaba el montaje fotográfico Puesta de sol. Es asimismo la forma de obras importantes, como la bellísima espiral de corteza de abedul de 1988 (que recuerda al alminar helicoidal de Samara), y, como movimiento, parece estar en la gestación de muchas de las esculturas más pequeñas, donde no se encuentra la línea recta sino la ondulación, y quizá también en obras de mayor envergadura como Don Genaro (1995) expuesta hace poco en la galería Helga de Alvear, en la que la curvatura es menos pronunciada, al ser menos moldeable el material utilizado.
El centro, y los ciclos solares, tienen otra posible expresión en la obra de Schlosser. Sus grandes piedras impregnadas de betún y resina podrían hacernos pensar en menhires, estructuras que han tenido en alguna época el significado simbólico de eje del mundo. Me parece evidente que algún recuerdo de las alineaciones de menhires neolíticas, especialmente de los cromlech, interpretadas por lo general con cultos solares, hay en instalaciones como Bóveda y, de forma más llamativa, en Steinbruch, de disposición ya no concéntrica, sino especular.
Y el viaje del sol podría ponerse en relación, quizá más forzada, con otra de las constantes en la producción escultórica de Schlosser, las imágenes del barco y de la ballena, que remiten a esa experiencia antes citada de navegante. En las antiguas culturas mediterráneas, como la egipcia, la mesopotámica y la cretense, el barco simbolizaba al sol en su travesía por los cielos durante el día y a través de los mares durante la noche para reaparecer cada amanecer por el oriente. De los veleros ha tomado seguramente Schlosser uno de los recursos escultóricos más empleados por él: el tensionado por medio de cuerdas o cables. Tensiones que ya estaban en las primeras obras geométricas de la primera mitad de los setenta y que curvan los instrumentos de cuerda y de percusión de la segunda mitad de esa misma década. Cables que arquean ramas o troncos de palmera forzándolos para atraerlos hacia el círculo.
La ballena, dice Cirlot en su Diccionario de símbolos, es un equivalente de la mandorla mística, como intersección de los círculos del cielo y de la tierra. En la cultura occidental hay dos ballenas por excelencia: la que se tragó a Jonás para expulsarlo tres días más tarde, que se relacionó simbólicamente después con el sepulcro en el que habría permanecido Cristo igual período de tiempo, y la ballena blanca de Melville, Moby Dick, que Schlosser ha tenido más presente, a juzgar por los títulos de sus obras: una ballena que posee también un carácter metafísico. Sin embargo, las ballenas de Schlosser no tienen el talante negativo de la de Melville, sino que encarnan una especie de paz espiritual. Cita un dicho esquimal: “Es bueno para el hombre pensar en una ballena”. Ésta, como el sol y como el velero empujado por el viento, viaja guiada por los ciclos naturales, por las estaciones, por sus propias necesidades vitales de crecimiento y reproducción. Y todo el mundo de Schlosser vuelve a replegarse sobre sí mismo: el viaje queda anclado en tierra cuando comprobamos que el mástil del velero está hecho con una raíz y cuando el cuerpo de la ballena es una piedra de sus montañas.
El árbol, troncos, ramas o raíces, ha estado presente en la obra de Schlosser desde sus mismos comienzos, que podemos situar no en la primera mitad de los setenta, cuando practicaba la pintura y la geometría, sino hacia 1976, cuando aparece plenamente confirmaa esta nueva forma de creación, a partir de elementos de la naturaleza, que ha mantenido hasta hoy. En el centro del árbol lo que hay es una disposición de círculos concéntricos, de anillos de madera, que son también marcadores temporales, pues cada anillo se corresponde con una primavera, con año de vida. En diversas obras, Schlosser ha abierto, con secciones verticales, el tronco del árbol, ya sea ciprés (Ajedrez, 1990), palmera (Fata Morgana, 1991) o abeto (El cielo sobre la tierra, 1994). En Ajedrez, los troncos y las ramas demediados se reflejaban en un espejo resolviendo dos necesidades: mostrar el centro (lo cual se lograba a través de la sección) y no renunciar a la unidad (el espejo creaba la ficción de esa otra mitad que faltaba). En Fata Morgana fue más allá. Abrió los troncos pero conservó, al otro lado de la superficie reflectante, la otra mitad. En un primer acercamiento, el espectador no sabía si veía la mitad junto a la que se encontraba, reflejada, o la que se hallaba al otro lado del cristal. Los troncos, así, se multiplicaban. Y se reunían el árbol real y la imagen del árbol, que muestra el interior reflejado. Francisco Calvo Serraller dijo en un escrito sobre Schlosser que en él la reflexión no equivale a espejismo sino a otra forma de acceder a lo real, a lugar de encuentro. Lo señaló a propósito de una de sus obras más emblemáticas, La rosa de los vientos, en la península de la Magdalena, en Santander. En un lugar casi escondido, que goza de una luz especial, marina y reflectada por las aguas, los árboles señalan los puntos cardinales y se someten a un juego de reflejos. Árboles secos, muertos, reviven en virtud de los brillos de la superficie del agua estancada, lisa en contraste con las siempre rizadas aguas del mar que desde allí puede contemplarse; dos de ellos no muestran sus ramas sino su simetría subterránea, las raíces. Raíces aéreas, como en el poema de Rilke, el cielo sobre la tierra
Visiones de ángeles, las copas de los árboles
tal vez son raíces, bebiendo los cielos;
y en el suelo, las raíces profundas de un haya
se les antojan silenciosas cumbres.
(Vergeles, XXXVIII)
En esta obra la sección no es vertical sino horizontal; el centro del árbol, en este caso invisible, se podría situar en esa línea de la superficie del agua que hace las veces de espejo. En ella se produce el encuentro de lo que está por encima y por debajo del nivel del suelo, el tronco con sus ramas o el tronco con sus raíces, que son intercambiables. En un sentido poético, no sabemos si estamos bajo tierra o sobre ella. Como si por debajo del suelo hubiera otro mundo idéntico a éste, separado de nosotros por un espejo de dos caras. El árbol invertido es un símbolo cabalístico de gran tradición y aparece también en la Divina Comedia de Dante como imagen de la ordenación del Universo. Schlosser ha prestado gran atención a las raíces, que ha empleado en instalaciones y esculturas, como en el velero al que antes hacía referencia, y, cuando dibuja un árbol, no suele olvidarse de esa parte que lo sostiene y lo alimenta.
El reflejo es importante para Schlosser, y lo es también la idea de la simetría, íntimamente ligada a él. Steinbruch, con sus bloques cúbicos y sus menhires de granito, es una obra de reflejos sin espejo, al igual que el pequeño Ajedrez de setas. Quizá la disposición inicial de las piezas del ajedrez sea reveladora de una de las ordenaciones que pretende imponer a lo natural: dos lados simétricos que se observan de frente, inmóviles, mediando entre ellos un territorio que en el juego es de enfrentamiento pero que en sus obras creo que es de mera distancia cognoscitiva, de trayecto para el ojo, para la luz.
Pienso que, al igual que Schlosser hace suyo aquello de que “es bueno para el hombre pensar en una ballena”, podría decir lo mismo de sus imágenes más recurrentes: es bueno para el hombre pensar en un árbol, en el sol, en un círculo, en un barco. Asiste a los ciclos naturales, al paso del tiempo, sin vivirlos de una manera dramática, sin intentar penetrar sus secretos. Están ahí, ante sus ojos, y los traslada al pensamiento en forma de imágenes, ordenándolos. Los respeta como verdades inmutables que tienen algo que enseñarnos sobre nosotros mismos. En una de las pocas entrevistas que se han publicado, dice, probablemente picado por la comprensible curiosidad del entrevistador acerca del significado de sus obras, que “la madera y el barro tienen una significación mayor que la obra de arte”. Seguramente lo piensa. El curso que impartió en Arteleku en 1991 llevaba por título El arte sin arte. Lo que Schlosser pretendía, quizá, decir es que su intención es acercarse de forma creativa a la naturaleza, sin entrar en estériles debates artísticos. Situarse en un estado de concentración.
(Publicado en Arte y parte nº 13, Madrid, febrero-marzo 1998).