La transcripción y traducción de todo lo que aparece escrito en los diez cuadros que integran esta exposición sobre Marinus van Reymerswale (h. 1489-1546) –la primera monográfica que se le dedica, en el museo que más obras suyas posee– ocupa nada menos que seis páginas en el catálogo de la misma. Con excepción de La Virgen de la leche, rara en su producción por su asunto y por su uso como cuadro de devoción, todas estas tablas están inundadas de muy variados papeles y libros representados con extraordinario detalle, que muestran cuando están abiertos una caligrafía cursiva de estilo legal, no pintada sino trazada a pluma –herramienta siempre presente en el cuadro–, con la que además de copiar algún texto sagrado se asientan cuentas, rentas, impuestos, facturas, escrituras o contratos.

Contienen esas anotaciones muchos nombres de personas, negocios e instituciones a los que los investigadores han conseguido otorgar realidad histórica después de bucear infatigablemente en los viejos archivos. Y allí han localizado los otros “papeles” de Marinus, determinantes en la reconstrucción, muy incompleta aún, de la biografía del artista y en la interpretación de sus ambiguas obras.

Sin ser un maestro indiscutible, este misterioso pintor se defiende bien a nivel artístico por la precisión dibujística y la fuerte personalidad de sus composiciones, a pesar de que estas deriven en buena parte de su ¿jefe?, ¿amigo? Quentin Massys o del omnipresente Durero, del que se incluyen unos grabados. La exposición en sí es por ello disfrutable, y más cuando se ha aprovechado para restaurar y estudiar a fondo las cinco pinturas que pertenecen al Prado, ahora restallantes de color, que nunca se habían juntado; con la del Thyssen y la de la Academia de San Fernando –que se han prestado–, en España tenemos siete obras suyas, que llegaron aquí entre el siglo XVI y el XX a menudo con atribución errónea y en el limbo interpretativo. Pero es todo lo que la precede lo que la hace apasionante, porque nos acerca a la historia del arte como actividad detectivesca.

Si bien el caso Marinus sigue abierto, las pesquisas documentales y científicas empiezan a dar fruto. Los historiadores aplican a la comprensión de los artistas sus conocimientos sobre la espiritualidad, la política, la sociología, la ciencia o la cultura material en cada momento, pero siempre es conveniente tener un conjunto de hechos ciertos sobre ellos a los que agarrarse porque, si no, pueden darse aparatosos patinazos: al pobre Marinus le tuvimos durante décadas por un fanático iconoclasta debido a un error de identificación con un pintor del mismo nombre.

La dificultad es máxima. Marinus nació en una pequeña ciudad, Reymerswale, que se tragaron las aguas y cuyos archivos se quemaron durante la II Guerra Mundial, solo se le han podido atribuir veintiséis obras (menos que a Vermeer) tras expurgar las muchas copias que se hicieron de ellas, y a pesar de haber gozado en su tiempo de mediano éxito comercial y de alguna fama, quedó casi completamente olvidado a partir del siglo XVII. Además, no sabíamos por dónde coger esas escenas tan focalizadas en el vil metal que, se pensaba, representaban la avaricia… pero cuyos protagonistas parecían perfectamente dignos y fiables, no obstante sus estrafalarias vestimentas. Y nos resultaba difícil comprender esa redundancia en un puñado de temas, por opuesta a la invención y al “genio”. Hoy conocemos algo sobre sus estudios, su familia, sus casas, sus ventas y sus pleitos, y se va escribiendo el código para la lectura de sus pinturas.

Es fundamental situar la producción de Marinus en el contexto de la transformación económica y financiera que en la primera mitad del XVI experimenta Amberes, que se enriquece, para alegría del fisco español, con el comercio internacional y su prominente Bolsa, y que engendra un proactivo mercado del arte que no depende de los encargos sino que funciona en buena medida por stock, con abundancia de formatos domésticos y transportables –como lo son estas medias figuras–, y un coleccionismo con características peculiares. Nacen las galerías y las ferias de arte; se vende mucho localmente y se exporta aún más gracias a una producción casi industrializada de obras que incluía la compraventa y el tráfico de modelos y los talleres se especializan en géneros y temas a satisfacción de compradores que no son en su mayoría eclesiásticos o nobles sino hombres de negocios, banqueros, funcionarios, abogados… Ellos quieren verse representados, no tanto en efigie –cuando nos referimos a esta tipología de Marinus– cuanto a través de su entorno profesional y de figuras atemporales que encarnan sus valores sociales y morales. Esas figuras son unas veces religiosas, como San Jerónimo o San Mateo, ambos escribientes y asociados al protestantismo y el segundo también a la actividad económica (se le figura como recaudador), y otras seculares, en cierta medida teatrales. Estas últimas, según se detalla en el catálogo, lucen trajes y tocados imposibles basados en los que se llevaban un siglo atrás, lo que hacía que los personajes se percibieran como pertenecientes a otro tiempo sin saber muy bien a cuál, a la vez que los objetos muy realistas que los rodean los anclan al suyo.

El esfuerzo del pintor para copiar con exactitud las monedas de diversa procedencia –algunas expuestas– que cuentan y pesan sus cambistas y recaudadores, o esos papeles que daban seguridad a las operaciones, nos indican que eran instrumentos económicos muy valorados por su clientela y que cimentaban su posición social. No podemos observarlas a través del cristal medieval que condena o desprecia los tratos dinerarios. Sí hay en estos cuadros figuras grotescas pero son, se propone, un contrapunto a la templanza del negociante honrado: un recordatorio de la necesidad de buenas prácticas. Que corrupción también había entonces.

Marinus: pintor de Reymerswale
Museo del Prado, Madrid. 2021.

Publicado en El Cultural.