El arte actual se define por la multiplicidad de posturas posibles, a menudo irreconciliablemente enfrentadas. Pintores o escultores e instaladores o videoartistas; figurativos y abstractos; defensores de causas sociales o políticas e individualistas a ultranza; aspirantes a lo nunca visto y buceadores en la tradición; proamericanos, proalemanes, nacionalistas y multiculturalistas; agresivos y contemplativos; cocinillas y artistas de la idea. Cada uno tendrá sus simpatías por unos u otros, pero creo que sería poco inteligente negar que hoy todo vale. Hay, sin embargo, una oposición muy interesante de la que no nos ocupamos a menudo y que tiene mucho que ver con la concepción misma del arte: la que se establece entre el artista que se cree un ser especial y el que se ríe de esa creencia. Y los valores intermedios, claro: el que dice creérselo y tiene sus dudas y el que sólo finge reírse para no ser ridiculizado por sus colegas. Y están los que, creyéndoselo, piensan que cualquiera puede desarrollar sus capacidades y los que piensan que especial se nace.

Dejando a un lado este tono un poco irreverente, diré que cualquier postura defendida con honestidad me parece válida. Al igual que deberían ser igualmente respetables creyentes y ateos. Pero si mencionaba esa última dicotomía es porque hay un artista, Antoni Tápies (en estos días de actualidad por su exposición en la sala del Banco Zaragozano), que se ha encargado de exponer por extenso su idea del artista en escritos que quizá puedan contribuir a aclarar la naturaleza de la postura que encarna tan diáfanamente. Postura que coincide en muchos puntos con la tradicional idea romántica del artista, que se mantiene hoy en una parte no desdeñable de los propios interesados y, aún más, en la imaginación del público, debido a su difusión a través de la literatura y el cine.

Tápies, además de la multitud de artículos aparecidos en prensa, ha publicado seis libros, la mayoría de ellos recopilando esos artículos periodísticos: La práctica del arte (Ariel, 1970), El arte contra la estética (Ariel, 1974), Memoria personal (Crítica, 1977), La realidad como arte (Laertes, 1982), Por un arte moderno y progresista (Empúries, 1985) y Valor del arte (Fundación Antoni Tápies y Empúries, 1993). Su misma actividad como escritor, centrada en buena medida en la meditación sobre su propia identidad artística, es ya sintomática. A pesar de que se ha ocupado también con prolijidad de problemas más generales que afectan al arte y de cuestiones relacionadas con su defensa del catalanismo, lo más interesante de su producción literaria se halla en ese análisis de su tarea creadora. En la Justificación de su Memoria personal dice que los “fragmentos del diario de Delacroix, algunos escritos de Gauguin, y de Cézanne, y en primer término, el diario de Paul Klee, (…) me habían sido utilísimos, mucho más que cualquier otro libro teórico o de estética”. A Tápies le fascinan los escritos de los artistas, podría ser porque tratan precisamente de una de sus preocupaciones fundamentales: la definición de una personalidad como artista. Parece claro, en este sentido, que Tápies adopta, ya en su adolescencia, modelos vitales y espirituales preexistentes en la literatura y en la historia del arte, combinándolos y enriqueciéndolos según sus necesidades.

El inicio de la actividad artística de Tàpies estuvo ligado a la enfermedad. Esta circunstancia es, al parecer, relativamente frecuente en los creadores de todos los ámbitos, fenómeno al que se han dedicado diversos estudios. Eso es al menos lo que se mantiene especialmente desde el Romanticismo, momento en el que se atribuyen a la enfermedad ciertas potencialidades: exacerbación de la sensibilidad y purificación por el sufrimiento, principalmente. Tàpies fue un niño enfermizo: padeció tifus, fiebres de malta y tisis, que le confinaron en el lecho largas temporadas. En la última de ellas permaneció en un sanatorio de montaña para tuberculosos; allí se identificó de inmediato, en esa búsqueda de modelos anímicos, con el Hans Castorp de La montaña mágica. Pero lo importante es que para él, con la perspectiva de los años transcurridos, las crisis respiratorias sufridas, alguna de las cuales le puso en los umbrales de la muerte, cobraron una significación determinante para su actividad como artista. Cuenta cómo se abandonaba a los accesos de fiebre o de asfixia, que trastornaban su percepción hasta el punto de provocarle alucinaciones y que le introdujeron en otro mundo de experiencias, al margen de lo cotidiano, en principio angustiosas, pero luego controlables. Estos trances tuvieron carácter de acontecimiento revelador y místico, y fueron después interpretados como una especie de muerte ritual, de purificación por el sufrimiento: “Parecía que inconscientemente me propusiera aceptar con docilidad aquel trastorno a fin de alcanzar el final de una etapa absurda (…). Como si con la llegada de aquel mal tuviera que prepararme para el necesario sacrificio simbólico, como el que practican los chamanes para renacer a una etapa superior de la existencia”i.

El sacrificio es uno de los tópicos recurrentes en la idea romántica del artista. Pero hay otros, relacionados con él, que están presentes también en la idea del artista de Tápies: el artista como sacerdote, el artista como mago y el artista como loco inspirado que accede al mundo del subconsciente. “Sólo la auténtica gnosis y la idea de traducirla en los actos de la vida, individual y social, que tradicionalmente la acompaña, es lo que ha hecho grandes a algunos artistas. Y, en este sentido, por risible que pueda parecer hoy a muchos, su figura ha podido ser comparada a veces con la del santo, del profeta, del iluminado, del héroe… y hasta con la del loco”ii. Tàpies parte de unas experiencias para él traumáticas, dolorosas -la enfermedad, la angustia interior-, y de las limitaciones que él mismo se impone; habla de “los cuarenta días y cuarenta noches en el desierto de una lucha a vida o muerte con todo el arte universal, agravada además por la angustia del autosacrificio”, y de “la destrucción de las propias complacencias, de los propios hallazgos, de todas las facilidades y todos los hábitos adquiridos”iii. Esto le proporciona una fuerza interior que le empuja a identificarse con el sacerdote, oficiante de ritos de comunión con la realidad. El artista romántico predicaba la religión del arte, que, según los casos, podía tener mucho o nada en común con las confesiones tradicionales. Tàpies opta por un sacerdocio laico. Afirma que “el hecho de que en el pasado el conocimiento de la realidad se haya entendido como la contemplación de Dios y de su obra, o que hoy pueda verse sólo como revelación del sentido de la tierra, no desmiente la coincidencia de afanes”iv.

Muy ligado a esta vertiente religiosa está su interés, manifestado en muchas ocasiones, por la magia, forma de experiencia primaria e incontaminada, asimilable en su pensamiento a la actividad artística. El artista es un mago que nos hace “participar en un juego purificador”, que nos arranca del mundo materialista y sin sentido, abriéndonos los ojos a otra realidad. Nos propone “un arte y una poesía como verdadera magia para desvelar las ofuscaciones de la mente e iluminar con una especie de fuego sagrado los más nimios ademanes de la vida de cada día”. Las auténticas obras de arte serán como “el talismán o el amuleto impregnado de sangre que comunica fuerza al mismo cuerpo físico y nos transforma sólo por el contacto”v.

La locura, finalmente, se erige en instrumento de conocimiento. Desde su visita infantil con su abuelo a un manicomio y, sobre todo, con las visiones alucinatorias provocadas por sus ataques de asfixia, Tápies se interesa por los estados en que la consciencia se encuentra adormecida. La locura es, aún hoy, hasta prestigiosa en el medio artístico. Y si se han dedicado numerosos estudios a la incidencia de la enfermedad en el arte, la aparición de publicaciones sobre artistas locos está a la orden del día. De los tópicos asumidos por Tápies, éste es en el que menos se ha implicado personal y artísticamente, pues, según ha afirmado, no quiere permitirse perder el control en el proceso creativo. Pero lo defiende como vía de conocimiento.

En resumidas cuentas, Tápies enlaza con la idea del artista romántico en aspectos muy elocuentes. Sin embargo, su asimilación de esos aspectos no se realiza a través de una línea directa, sino que tiene un mediador muy claro: el Surrealismo, que Tápies conoció bien al inicio de su trayectoria y que adoptó al tiempo que otros posteriormente informalistas españoles. Aunque los surrealistas pretendieron en ocasiones aparecer como grandes rompedores -y lo fueron en ciertos aspectos-, se tomaron muy en serio algunas nociones anteriores sobre el arte y el artista, dotándolas quizá de mayor fuerza de la que habían tenido hasta entonces. Así, el artista como profeta, mago y loco fue divinizado tanto o más que en el Romanticismo. Tápies bebió de esa fuente, al igual que lo han hecho muchos otros artistas en esta segunda mitad de siglo., y combinó esas ideas con otras extraídas de la filosofía oriental, del psiconalálisis (que, como es sabido, ya había interesado mucho a los surrealistas), de la antropología o del existencialismo, llegando a una síntesis bastante coherente, expresada en sus escritos y entrevistas, que se constituye en documento importante sobre un artista de indiscutible importancia y, quizá, sobre una parte del arte de nuestra época.

i Memoria personal, pág. 148. Cito por la edición de 1983 de Seix Barral.
ii“Filosofías de la acción ante la contemplación artística”. La Vanguardia, 18 julio 1973. El arte contra la estética, pág. 173. Cito por la edición de 1986 de Planeta Agostini.
iii“El asesinato de Joan Miró”. La Vanguardia, 13 abril 1973. El arte contra la estética, pág. 100.
iv“Filosofías de la acción ante la contemplación artística”. El arte contra la estética, pág. 173
v“El arte y la sociología del arte”. La Vanguardia, 22 de junio de 1973. El arte contra la estética, pag. 156.

(Publicado en Arte y Parte nº11, octubre-noviembre 1997)