Diseñart. Marzo de 2007Podríamos pensar que en la España democrática las artes plásticas gozan de total libertad de expresión, y no es así. Colean aún varios casos de “escándalo público” provocado por obras de arte que nos hacen reflexionar acerca de lo impositivos que pueden ser los respetables y bienintencionados afanes de proteger al espectador, nueva forma de puritanismo. Hace unas semanas, cuatro gatos de Amnistía Animal denunciaron al Reina Sofía por la exhibición, en la muestra El arte sucede, de una obra de Jordi Benito realizada hace ¡25 años!: la filmación de una ceremonia en la que un toro era sacrificado. Dura, desde luego, pero absolutamente digerida por el mundo del arte, que ha generado no pocas acciones similares, y hasta más radicales.
La noticia tuvo una trascendencia del todo desproporcionada en los medios, que dieron una equiparable cobertura, poco antes, a la retirada en Viena de una imagen del joven Carlos Aires, que participaba en un programa de arte público para conmemorar la presidencia austriaca de la Unión Europea con una valla en la que Bush, Chirac e Isabel II se montaban un trío. El mismo destino tuvo el cartel ganador del último Observatori de Valencia, que combinaba figuras religiosas con personajes populares.
Al margen de la mayor o menor excelencia artística de las obras, en todos los casos se blandía el argumento de evitar herir la sensibilidad del ciudadano. No dudo que algunos ciudadanos, los menos capaces de enfrentarse (bien aprobándola, bien despreciándola) a la transgresión, puedan sentirse vulnerados pero ¿habrá de renunciar por ello el arte a su capacidad de herir? ¿Cómo hemos llegado a dar por supuesto que las obras deban ser edificantes? Cualquier grupo con capacidad de influencia mediática se siente legitimado para desautorizar y exigir la ocultación de aquello que le ofende, que en nuestro país suele estar relacionado con la religión, el maltrato a los animales o el sexo menos convencional. Y los periódicos y televisiones, con actitud irresponsable, dan publicidad a tales exigencias, contribuyendo a perpetuar esos vicios del marketing artístico según los cuales la obra escandalosa será la más popular (y, de Sensation en adelante, ciertos artistas, marchantes y coleccionistas han sacado tajada de la mojigatería ajena). Los grupos de opinión tratan al espectador como un menor de edad cuya pureza, cuya inocencia, hubiera que defender. Y, tras ellos, los grupos políticos que asumen sus idearios y efectúan la prohibición. Pretenden, con actitud paternalista, imponer una experiencia dirigida del arte que anula el juicio personal y, de paso, se publicitan de la forma más populista. La sociedad democrática políticamente correcta vigila, alarmada, dispuesta a negar la naturaleza artística a todo lo que ve con escrúpulo.
Decía la denunciante del caso Benito que la gente salía “horrorizada” de la sala. Bien. El horror, el dolor, el mal, la angustia, la crueldad, la violencia y el sexo son parte de la experiencia plena de la vida y del arte. En esta sociedad aséptica, opulenta, voluntariamente ciega, algunos artistas (en literatura, cine, música y todas las formas de arte) nos conducen a un lado oscuro que, aunque querríamos obviar, está dentro de cada cual. Los “nacidos bajo el signo de Saturno” no han sido siempre ciudadanos ejemplares. De Caravaggio a Géricault, de Goya a Egon Schiele, de Joel Peter Witkin o Günter Brus a Teresa Margolles, han negociado, por nosotros, con lo abyecto. El escritor francés Jacques Henric abría su revelador libro La peinture et le mal (París, 1983) con una cita de un genial perturbado, Antonin Artaud: “Toda creación es un acto de guerra: contra la naturaleza, contra la vida, contra el destino, contra la muerte”. Corren malos tiempos para una noción del arte como catarsis y del artista como sacerdote. La laicización, el escepticismo, las dinámicas del mercado y la profesionalización del creador marcan otros rumbos, pero algo queda de ese espíritu bélico, de esa agresividad frente a las convenciones y de esos resquicios de experiencia “otra” que debemos contemplar como una irrenunciable potestad. Quien no quiera sentirse herido no está obligado a mirar. Y quien quiera expresarse en contra, que lo haga, pero que no pretenda criminalizar y privar de visibilidad a la obra.
Hay otro tipo de censura “democrática” igualmente preocupante, que en España no se da a menudo, sobre todo porque los centros de arte son casi siempre financiados con fondos públicos, pero que vendrá. Se trata de la “supervisión” que hacen las grandes compañías de los eventos artísticos que subvencionan. Cuidado, en especial, con las multinacionales, casi tan intocables como las creencias religiosas. El pasado diciembre, una obra de PSJM fue eliminada de la Plaza Mayor de Gijón, tras ceder el Ayuntamiento de la ciudad a las presiones de la marca Adidas. Era una intervención en un abeto en el que se habían colgado, a modo de decoración navideña, cajas de luz circulares en las que figuraba un logotipo de diferentes marcas deportivas con el slogan común “Made by slaves for free people” (Hecho por esclavos para gente libre). Nicolás Guillén, en el libro La rueda dentada, atacaba a los hipócritas diciendo; “Soy impuro ¿qué quieres que te diga?/ Completamente impuro./ Sin embargo,/ creo que hay muchas cosas puras en el mundo/ que no son más que pura mierda”.