Esplendor de lo residual

Galería Espacio Mínimo, Madrid
Publicado en El Cultural

Uno de los indicadores más útiles a la hora de valorar el interés de una propuesta artística es la cantidad de referencias plásticas, históricas o conceptuales que detectamos en ella, incluso si no todas han estado presentes en las intenciones del artista. El trabajo de Susan Collis (Edimburgo, 1956) tiene, en tal sentido, una gran densidad. Su segunda exposición en España, por la ausencia de un argumento que cohesione las piezas, no es tan redonda como la primera -celebrada en esta galería en 2010- aunque vemos, en compensación, un más amplio rango de formatos y de medios. Collis continúa desarrollando la línea de trabajo que conocíamos: la perfecta imitación de los restos resultantes de la exhibición del arte. En esta ocasión son las gotas de “pintura” (pequeñas esculturas de madreperla) en el suelo, que habrían quedado allí tras la habitual operación de blanqueado de la galería. Lo que maravilla es que utilice materiales ricos y un delicado trabajo artesanal para realizar esos trampantojos en principio absurdos: va contra la lógica camuflar la riqueza bajo la pobreza, la sofisticación bajo el descuido. Sus materiales son sucedáneos, pero en sentido inverso al habitual. En el pasado, sobre todo en la arquitectura y las decoraciones efímeras del Barroco, el arte fingió la excelencia material a través de medios modestos; hoy, el sucedáneo puede ser estrategia artística declarada. Hay otros artistas que sí utilizan materiales preciosos: pensemos en las narco-joyas de Teresa Margolles o la calavera con diamantes de Damien Hirst, hipérboles de la ostentación con diferentes motivaciones. Por contra, las obras de Collis son anti-ostentosas, lo que no impide que las asociemos, a pesar de que ella rechace esa lectura, con la demostración de opulencia que tiene lugar en el más elevado segmento del mercado del arte. Entonces, ¿qué pretende la artista? Se trata de reivindicar la faceta más artesanal en el arte, algo tan alejado de la agenda artística actual que hasta resulta innovador. Ni Margolles ni Hirst realizan sus piezas; poco les importa y poco nos importa. Los exquisitos bordados en oro de Collis (vean aquí la silla “manchada”), sus valiosas piedras pulidas, sus ricos metales en formas cotidianas como tornillos y clavos, sus incrustaciones y taraceas, nos remiten a tiempos en los que las artes suntuarias estaban al servicio del poder político o espiritual y subrayaban su esplendor. Estos materiales, cada vez más infrecuentes, no han perdido su poder simbólico y su capacidad de generar, aquí paradójicamente, admiración estética. Su sorprendente integración en las formas residuales confiere a éstas un aura de sacralidad y nos recuerda que las obras de arte pueden ser -y de forma intrínseca, al margen del valor de mercado- objetos preciosos, extraídos de la vorágine de lo vulgar.

Susan Collis, como no podía ser menos, es además de una habilidosa artesana una delicada dibujante. Varias obras nos lo demuestran ahora, con una vaga ilación: el deterioro provocado por el tiempo (sáltense el fallido trampantojo en adhesivo). Las mínimas partículas de polvo sobre una superficie y una fina grieta en la pared son reproducidas con grafito. Pero la obra más evocadora es el “calco” de la primera versión del Cuadrado negro de Malevich, conservado en la Galería Tretiakov de Moscú. El óleo negro envejeció rápidamente, craquelándose y dejando transparentar una composición suprematista subyacente. Collis copia con el máximo detalle ese bello craquelado que traiciona el vacío plástico al que nos arrojaba Malevich. Contiene una riqueza formal “oculta”, al igual que los fascinantes diseños naturales que encontramos en unas piezas escultóricas muy desvinculadas del resto; dos escuadras cuajadas de minúsculas caracolas, tesoros de las aguas marinas.