El Cultural. 3 de enero de 2008
Galería Pepe Cobo, Madrid

Vida petrificada. Las vanitas de Mapplethorpe

El “estilo Mapplethorpe” es inconfundible. Son diversas y bien conocidas las características —formales y argumentales— que lo definen pero, en esta exposición, organizada con la colaboración de la Fundación Robert Mapplethorpe de Nueva York, se hace especialmente evidente una: la obsesión por lo inmóvil. Jamás mostró interés por el movimiento; ni siquiera pretendió sugerir una acción. Hasta se podría defender que su principal aportación a la fotografía estriba en la ampliación del repertorio de poses, que deriva de la deshinibición con la que mostró los cuerpos, incluyendo y subrayando los órganos sexuales. Si siguiéramos la acepción clásica del género pictórico, no podríamos aceptar como vanitas todas las fotografías aquí expuestas, pues muchas son desnudos. Pero ¿y si entendiéramos esos cuerpos como estatuas?

Lo “estático” —palabra con la misma raíz que “estatua”— es lo que permanece en equilibrio, una cualidad que a Mapplethorpe le interesó vivamente. Hay que tener buenos músculos para aguantar ciertas posturas, algo que tal vez intensificara su admiración por los culturistas, que compiten componiendo “poses”. Hace dos años, el Guggenheim Museum organizó una exposición titulada Robert Mapplethorpe and the classical tradition en la que se comparaban sus fotografías con grabados y esculturas antiguos, enfatizando —en demasía, según algunos críticos— sus afinidades con el Manierismo. Lo que la muestra dejaba claro es que Mapplethorpe, que había declarado que “de haber vivido 200 años antes habría sido escultor” y que “la fotografía es una manera perfecta de hacer escultura”, sentía una atracción particular por ese dominio. En la galería Pepe Cobo vemos yuxtapuestos los cuerpos vivos y los cuerpos de piedra y bronce que también fotografió, y el tratamiento de superficies, volúmenes y composiciones es muy similar. Al contrario que uno de sus más claros predecesores en la imaginería homoerótica y el gusto por lo escultórico, George Platt, estos modernos atletas no interpretan roles mitológicos, pero Mapplethorpe les impone una actitud “heroica” que finalmente los asimila a los dioses y semidioses olímpicos. (Curioso: abundan los ojos cerrados, ciegos como los de las estatuas, en sus modelos).

El concepto lumínico y la eliminación de cualquier imperfección suprimen las cualidades táctiles de las superficies, tanto aquí como en las viandas que aparecen en el otro grupo de fotografías. También éstas pierden sus texturas naturales y se convierten en puras formas —perfectas—, pretextos para el ejercicio del claroscuro. El paralelismo entre las obras de Mapplethorpe y Edward Weston se ha señalado a menudo y ya en 1995 se montó en el California Museum of Photography y el ICP de Nueva York una exposición, The Garden of Earthly Delights, que exploraba esa relación. No es su única deuda: en varias de estas fotografías, Mapplethorpe ha proyectado sobre las verduras o frutas una sombra como de persiana, un recurso clásico que encontramos en Rodtchenko o en Strand, y hay alusiones a Man Ray (en los cuerpos) o a Ansel Adams (en la rosa). Nadie discute que la biografía y el contexto cultural del artista sean fundamentales para entender su obra, y es evidente que toda ella está recorrida por una sexualidad explícita o implícita que le da sentido, pero es igualmente interesante estudiar su genealogía artística y sus ideas sobre la representación. En este sentido, conviene recordar que él mismo dijo que “su objetivo era trascender el argumento” en favor de la perfección y de lograr tener una mirada propia. El montaje en la galería subraya esta equivalencia de las distintas series, por encima de los asuntos, al agrupar las fotografías según vínculos formales. Bellos y fríos, inmóviles, los cuerpos, los objetos y los frutos de la tierra no parecen tener, como los más despojados bodegones españoles del Barroco, una dimensión espiritual. El prematuro fallecimiento, a los 43 años, del artista a causa del SIDA y la inclinación, cierta, hacia la melancolía y las alusiones a la muerte en su última etapa —aquí se incluye un autorretrato con el famoso bastón con calavera— condicionan la contemplación de su obra anterior, a la que atribuimos inquietudes que quizá le eran ajenas. Aunque era católico y citaba de vez en cuando la iconografía cristiana (¿el pez de esta exposición?), tal vez fuera más adecuado hablar, en la mayor parte de su trabajo, de una mirada fetichista, erotizada, sobre las formas que celebraba, traducida a imágenes con gran cuidado compositivo y exactitud técnica.