Arrebatos
Centro de Arte Dos de Mayo, Madrid
Publicado en El Cultural

Los temas de fondo son en esta exposición de gran calado. El primero sería el papel que juegan las imágenes que toman con sus teléfonos móviles los participantes en los enfrentamientos callejeros que están produciéndose en algunos países árabes -en particular, Siria- en la gestación de una narrativa de los acontecimientos que hace estallar las restricciones informativas impuestas por los regímenes autoritarios. El segundo, más abismal, es la borrosa relación que se establece entre la fotografía y la muerte, entre la representación y el alma. Rabih Mroué (Beirut, 1967) es actor, director y escritor, además de artista “emergente”, pues expone sólo desde 2007; en esta faceta ha obtenido mayor visibilidad desde que fuera seleccionado para la Documenta 13 en 2012. Algunas de las obras que se mostraron en Kassel forman parte de esta selección realizada por Aurora Fernández Polanco, que nos introduce muy bien en su argumentario y en sus formas de hacer. Las guerras del Líbano marcaron su biografía, su historia familiar (sobre la que nos da algunos datos) y determinaron la construcción de una perspectiva subjetiva sobre la historia política y bélica. No diré que la realidad (o la ficcionalización de la realidad) del conflicto sea circunstancial, pues Mroué no esconde su posicionamiento ante ella, pero es igualmente importante en su trabajo la reflexión sobre cómo narramos la historia reciente, en palabras y en imágenes. Y más concretamente, cómo es posible contar la propia muerte. Varias obras recrean esos vídeos escalofriantes, que constituyen ya un género en YouTube, en los que alguien que está grabando es alcanzado por un disparo. El artista se pregunta sobre el porqué de esa exposición a la muerte, motivada por la pulsión de registrar lo que ocurre, que va más allá de la urgencia de transmitir al mundo una situación insostenible al asumir un irracional desprecio del riesgo. Salvando las distancias, La revolución pixelada, su “conferencia no académica” en el CA2M, a la que asistí, me hizo pensar en la película Arrebato, de Iván Zulueta, en la que el protagonista se presta a que la cámara le robe la vida. Consciente de las paradojas que se plantean en estas grabaciones, Mroué esboza la teoría de que es imposible fotografiar el instante de la muerte, dejando en el aire la sugerencia de que, como algunos pueblos “primitivos” temen, o como el aniconismo islámico implica, la imagen se lleva el alma. Pero también la palabra tiene potencialidades mágicas y nos revela, en Abuelo, padre e hijo, cómo quiso dejar de escribir cuando comprobó que la escritura podía poseer un poder profético.

Una de los componentes que se repite en sus obras es el cuestionamiento de lo “audio-visual”. Las imágenes con las que reconstruimos la historia personal y social no siempre se acompañan de una “banda sonora” sincronizada. Mroué atesora voces, escritos, sonidos, que quedan desasosegantemente desencarnados o, a la inversa, filmaciones o fotografías que necesitan sonar para recobrar sentido o para producir un impacto sensorial y emocional más completo. Las discordancias entre texto e imagen pueden llegar a introducir significados adicionales, como ocurre en la obra ¿Quién teme a la representación?, que recuerda cómo la traducción pudo burlar a la censura en una obra teatral de Mroué. La censura, claro, es otro elemento recurrente, y toma forma de escamoteo de imágenes (es ejemplar, a este respecto, la instalación en el atrio del centro de arte, sobre la “nieve” televisiva) o de silenciamiento. No estamos ante un caso de documentalismo artístico sino ante la expresión de las perturbaciones vitales implícitas en el documento.