Perejaume. Cartografías de la danza
Galería Soledad Lorenzo, Madrid

La historia geológica de la Tierra es algo verdaderamente apasionante. La tectónica de placas ha modificado sin cesar la superficie del planeta, sumando y fraccionando continentes, atravesando meridianos y paralelos, desde la gran Pangea a los continentes actuales. Ese lento desplazamiento, con sus empujes convergentes y divergentes, ha ocasionado fallas, erupciones y colosales cadenas montañosas. Que el relieve del planeta baila, como dice Perejaume, es algo más que una imagen poética. Es algo que podemos sentir. Uno de los pilares de la obra de este artista, que acaba de recibir el Premio Nacional de Artes Plásticas, es su raigambre en el territorio: su intensa experiencia tanto física como intelectual del mismo.

Entrelazando artes visuales y literatura, lleva años profundizando en los lenguajes con los que el paisaje se expresa. El género pictórico paisajístico ha sido examinado por él con distancia irónica, y ha puesto en valor otras formas de representación visual y mental del territorio, como la cartografía y la toponimia. Entendiendo como una misma realidad las dinámicas naturales y las dinámicas humanas: no hay paisaje sin presencia del hombre, y no podemos ignorar todas las vías, señales, desmontes y usos que lo marcan. “Hemos acelerado el tiempo geológico”, dice Perejaume en su texto para el catálogo de esta exposición, titulada Los horizontes y las cinturas.
Su argumento es el del “baile” orográfico, y su metáfora principal la de la “falda” montañosa interpretada como falda del danzante. Este paralelismo, con sus variantes, es evocado en fotografías, dibujos, óleos y vídeos, con una encomiable unidad de concepto. Al mismo tiempo, retoma una especialidad de la pintura que, especialmente a finales de la Edad Media y en el Renacimiento, reviste un gran poder expresivo: la representación de los “paños”, en la que el pintor pone en juego su capacidad de sugerir los volúmenes y de crear suntuosos acordes cromáticos. En dos pequeños óleos, de técnica exquisita y arcaizante, Perejaume rinde homenaje a esa expresividad de las telas cubriendo, respectivamente, el rostro de una Virgen y la pequeña figura de un ángel o un donante con paños en forma de picudas sierras. La profundidad de los drapeados en la pintura emula los efectos de la talla de los mismos en la escultura desde tiempos clásicos; el artista interpreta esos pliegues como una petrificación del movimiento de las túnicas y lo compara a las vestiduras arbóreas y níveas de las montañas. Dado que, porcentualmente, somos sobre todo minerales y agua, es bien lícita la asimilación de figura humana y paisaje.
Unos y otros ámbitos —históricos, geográficos, visuales— se interrelacionan en las diferentes obras de la exposición. En las grandes fotografías en blanco y negro, que no son lo mejor de la muestra (quizá por demasiado literales), una mujer hace girar una falda de vuelo con líneas paralelas, que hacen referencia a las curvas de nivel en la cartografía; la cartografía tradicional parte de una plasmación del terreno desde un punto de vista cenital, que utiliza Perejaume en esta pareja de imágenes y en otra relacionada en la que varias faldas se han dejado caer sobre un tablero cuadriculado. La cuadrícula es asimismo uno de los elementos gráficos básicos de la cartografía, y aparece tanto aquí como, de una manera mucho más sutil, en el vídeo que muestra una tela blanca tendida al viento, la cual (como muchos doseles en pinturas góticas) conserva las marcas de los dobleces, que funcionan como líneas de latitud y longitud para la rápida deriva de las “cordilleras” que el aire dibuja en la tela. El viento, nos recuerda Perejaume, es en parte un efecto del relieve y, a su vez, crea relieve sobre las aguas, “sopla las olas”. Y subraya ese origen transformando en el segundo de los vídeos, a través de la tecnología digital, el oleaje en un dibujo en continuo movimiento de curvas de nivel.
Estas curvas protagonizan otras obras en la exposición, impresas sobre tela de algodón a modo de “estampados” lineales de gran belleza y significación. Sobre dos de ellos se traza una espiral abierta que lo mismo puede aludir a un torbellino de aire que a un remolino de agua o, incluso, a la silueta de una galaxia. Los elementos también bailan, todo el firmamento gira, avanza y retrocede. En los dibujos más pequeños, finalmente se hace explícita la idea del cuerpo humano como montaña que subyacía tanto en los mencionados óleos como en la propia idea del relieve danzante. Se produce, pues, una humanización de la naturaleza. Perejaume insinúa que es el canto la fuente del movimiento, de la danza. La voz y la música, el golpe de los pies, hacen que “todos los picos de la tierra se presenten acompasados”.