Fundación Mapfre, Madrid.

Bohemia de oro y mugre

El Paseo del Arte -eje Prado-Recoletos- se nos está volviendo parisino. Mientras Caixaforum trae Maestros del caos desde el Musée du Quai Branly, la Fundación Mapfre presenta dos coproducciones con sendas instituciones artísticas de París: el Musée d’Orsay, de donde proceden las obras que integran Impresionistas y postimpresionistas. El nacimiento del arte moderno, y el Grand Palais, organizador de Luces de bohemia. Artistas, gitanos y la definición del mundo moderno, que llega ahora a Madrid. Comisariada por Sylvain Amic, director del Museo de Bellas Artes de Rouen -con Pablo Jiménez, director de la Fundación Mapfre, para las sustanciales aportaciones que hace la versión española- casi se podría decir que sus dos grandes apartados, bien definidos aquí gracias a su distribución en distintas plantas, constituyen dos exposiciones con temática bien diferente, aunque relacionada: de un lado, la representación de los gitanos en la pintura europea, con obras en gran parte francesas; de otro, la edad de oro -y mugre- de la bohemia artística.

Una de las tesis de la exposición es que ambas figuras, la del gitano y la del artista, se convirtieron en emblemas de libertad, situándose al margen de la sociedad burguesa. Aceptando esa premisa, hay que subrayar una diferencia radical entre uno y otro mito: mientras que el paradigma del artista romántico-bohemio es una invención de los propios creadores, literarios o visuales, el gitano que muestra el arte es una expresión de variradas fantasías que no son las propias sino las de los europeos “civilizados” que se ubican a sí mismos en una posición central respecto a la cual el romaní es un “otro”. Esta desigualdad se percibe muy bien en el diverso grado de individuación de las representaciones: mientras que el mito del artista se fundamenta en el culto a la personalidad, encarnado en la sala de autorretratos y retratos de artistas, la quimera gitana casi nunca se concreta en una fisionomía real o en un nombre; en esta exposición sólo encontramos una “persona” de esa etnia, la Joaquina de Sorolla que, además, es la única que nos devuelve la mirada. No es ni una bruja seductora ni una bailaora en trance, sino una madre. El resto de las figuras son casi siempre muy genéricas, incluso en artistas que, como Courbet, sintieron verdadera admiración por los llamados en Francia bohemios.

¿Qué clase de fantasías son esas en las que el gitano actúa como comodín de la imaginación europea? Parece que en un primer momento tuvo una función casi decorativa en la pintura: por su condición errática era muy apropiado para poblar los paisajes más agrestes y darles un toque pintoresco que se acentúa en los albores del Romanticismo. Pero, sobre todo, desempeña desde muy pronto el cometido de contrapunto social: es una presencia exótica que se relaciona de una manera inédita con las clases medias y altas a través de la práctica de la adivinación. La buenaventura es seguramente el tema más frecuentado por los artistas, y aquí tenemos un buen repertorio de composiciones de la mano de grandes de la pintura galante: Boucher, Watteau y Pater. Son los intereses del artista los que determinan el carácter que se atribuye a los gitanos: edénico en Corot, monumental en Courbet, folclórico en Singer Sargent, doliente en Nonell… Es muy reveladora la pequeña sección dedicada a la gitana como fantasía erótica, como buscada perdición. Es un “otro” sexual, también resultado de una construcción. En Madrid se han añadido ejemplos del interés por los gitanos de los pintores de finales del XIX y principios del XX, que tampoco consiguen esquivar los lugares comunes. Están Anglada-Camarasa, Echevarría y el ya mencionado Nonell, aunque no se han incluido -se citan en el catálogo- obras de otros que igualmente los adoptaron como herramienta para transmitir una imagen de España, una idea de la mujer y hasta una propuesta estilística: Rodríguez Acosta, López Mezquita, Romero de Torres o Zuloaga.

La “segunda” exposición, sobre el artista bohemio, se abre con una magnífica galería de retratos decimonónicos, con un preludio, el autorretrato de Goya, que encaja mal. Entre los efigiados hay apologistas de la vida gitana como Baudelaire y Liszt, y ejemplos de hasta qué punto se desbordaron los tópicos sobre el artista maldito, como en ese ¡Arte, miseria, desesperación, locura! de Jules Blin, cuyo protagonista pisa un paisaje con la zapatilla manchada de pintura mientras empuña una pistola. El artista genial, pobre y/o incomprendido se prestó bien a la novelación y La vie de bohême de Henry Murger tuvo un papel clave en el imaginario post-romántico, hasta entrado el siglo XX, gracias a la ópera de Puccini basada en esa novela. Las litografías de Daumier, antes, habían ofrecido un punto de vista más irónico y punzante sobre las miserias de los artistas; Murger y Puccini, quien confió a Adolf Hohenstein los figurines y decorados que ahora se exponen, escoraron el argumento hacia el melodrama. Pero, al mismo tiempo, existía una realidad bohemia que tuvo su crudeza, en un escenario que comenzó siendo marginal: Montmartre, meca de los artistas sin blanca. Toda esa sección en la exposición es una maravilla, en parte a causa del testimonio pictórico que los artistas españoles nos dejaron del barrio que habitaron, mitigando el frío a base de ajenjo y estufas: Casas -fantásticos sus retratos de Erik Satie-, Rusiñol, Pidelaserra, Picasso, Casagemas… la colonia catalana que, además, generó un pequeño círculo bohemio en Barcelona, en torno al restaurante Quatre Gats.

Menos pintorescas todavía fueron las penurias de Verlaine y Rimbaud, a los que se dedica otro capítulo, encarnando éste otra forma de existencia errabunda -con eco en las emocionantes botas viejas de Van Gogh-, que hace sin embargo aún suya la utopía gitana: “Et j’irai loin, bien loin, comme un bohémien, / Par la Nature, — heureux comme avec une femme”.

(Publicado en El Cultural)