Georges Didi-Huberman
La invención de la histeria. Charcot y la Iconografía Fotográfica de la Salpêtriêre.
Ensayos Arte Cátedra. Madrid, 2007
Traducción de Tania Arias y Rafael Jackson
427 páginas, 23,50 euros


Coinciden en las librerías tres recientes traducciones de obras fundamentales de Georges Didi-Huberman (Saint-Étienne, 1953), uno de los filósofos actuales que más intensamente se han consagrado al análisis de las imágenes artísticas. Son La pintura encarnada (1985; Pre-Textos), Ante el tiempo (2000; Adriana Hidalgo) y este su primer gran ensayo, publicado en 1982, que ya plantea algunas constantes en su pensamiento: la obra de arte como “síntoma”, el recurso al psicoanálisis para adentrarse en su significado, las cualidades fantasmáticas de la representación o la “encarnación” del cuerpo en la imagen. La Salpêtrière, el mayor asilo francés del siglo XIX con más de 4.000 mujeres internadas, no todas ellas locas (sifilíticas, indigentes, criminales, seniles, epilépticas), fue convertida por el célebre anatomista Jean-Martin Charcot en una “gran máquina óptica” y en un “museo patológico vivo”. Se aplicó al estudio de la histeria, enfermedad pantalla, preocupado menos por su naturaleza o sus causas que por sus manifestaciones plásticas y teniendo como herramienta principal el formidable archivo visual por él impulsado, la Iconographie Photographique de la Salpêtrière. Didi-Huberman lo presenta como artista vocacional, como director de escena que manejaba los cuerpos para conseguir que ilustraran sus ideas sobre la enfermedad. La relación con las pacientes era la de un encantamiento mutuo: ellas se prestaban a ser observadas sin descanso a cambio de no ser consideradas incurables y por tanto recluidas de por vida. Las fotografías, de las que se reproduce buen número, denotan el componente teatral, al borde de la falsificación, que esta modalidad de retratística conllevaba. La histeria resultaba perfecta para la fotografía, por su propio carácter exhibicionista; además, su efecto más visible, la contractura, era idónea para el posado, que todavía requería algunos segundos de inmovilidad.

El espectáculo de la histeria no sólo se desplegaba ante la cámara. Charcot, en sus “lecciones de los martes”, organizaba auténticos shows con números de hipnotismo, magnetismo, sonambulismo, curaciones “milagrosas”… Se provocaban los ataques y la catalepsia con esas técnicas, con luces, con drogas. La tesis de Didi-Huberman es que todo el aparato montado en la Salpêtrière obedecía, más que a un afán científico, a una curiosidad fundamental, escópica, respecto a la histeria.: el “ver para ver” bajo la coartada de “ver para saber”. Sólo con Freud, al que cita a menudo, la visión deja paso a la escucha; pero antes tuvo que saturarse de imágenes en las lecciones de Charcot, a las que asistió como estudiante.
La fotografía médica es un capítulo significativo en la historia de la cultura visual moderna. Didi-Huberman apenas da unas referencias sobre algunos de sus hitos, como la edición, desde 1869, de la Revue photographique des Hôpitaux de Paris, un “catálogo del horror”. Particularmente profusas fueron las colecciones de imágenes de alienados desde la primera hecha en el Surrey County Asylum en 1851. En todas partes fueron obligados a posar, según las convenciones de la fotografía policial; se quiso ver en la fotografía la superación de las dificultades de la pintura y el dibujo para recoger las expresiones de la locura (no se profundiza en este tema), pero la realidad es que no se consiguió infundir humanidad a la representación. La hipocresía en la imaginación de los males psiquiátricos tuvo su clímax en la Salpêtrière. La histérica era a menudo una mujer con conflictos sexuales, ahogada por restricciones sociales. La supuesta enfermedad del útero (hyster) culpabilizaba el deseo femenino. La gran estrella de la Iconographie, Augustine, era una adolescente de quince años, violada a los trece en el seno familiar. Gran vedette de Paul Régnard, primer responsable del laboratorio fotográfico del asilo, era apreciada por la regularidad con que sufría las fases del llamado “gran ataque histérico”. Era una escultura viva, hermosa y cómplice. (Hasta que se cansó, se disfrazó de hombre y se escapó). Los tratamientos eran terribles, torturantes; se tomaban medidas y temperaturas, se cronometraban las crisis, se extraían fluidos. Pero las fotografías no lo muestran; de hecho, nunca aparece el médico en ellas, se elude la realidad del tacto. Es la mirada clínica la que rige el deseo de documentación.

La mirada activa del espectador es precisamente uno de los leitmotif de la obra de Didi-Huberman. En este libro, como todos los suyos de estilo recargado y anti-académico, consigue trasladar al lector la fascinación que médicos y espectadores sintieron hacia las que podemos imaginar como grandes actrices o trastornadas sugestionables. Sin esconder los aspectos más dolorosos y crueles de su exhibición, sigue en cierta manera a Charcot en su pulsión visual: ante todo, para el autor, la Salpêtrière constituye un “capítulo de la historia del arte”.