Juan Gris. Vida, obra y escritos
Sirmio, Colección Ceret nº1. Barcelona, 1955. 478 págs.

Cuando Kahnweiler se instaló en París, el marchante Vollard lo describió a Picasso como un muchacho a quien su familia había regalado una galería para su primera comunión. Palabras venenosas, aunque con un fondo de verdad pues, en efecto, era muy joven cuando abrió su pequeña tienda con la ayuda financiera de unos tíos ricos que vivían en Inglaterra. Pero tenía las ideas muy claras tanto en el ámbito estético como en el económico y, tras apostar todas sus fichas a un solo número, el cubismo, ganó. Sus contratos en exclusiva con Picasso, Braque, Gris y Léger, a quienes en los primeros años pagaba una cantidad mensual a cambio de prácticamente toda su producción, hicieron obligada la visita a Kahnweiler para adquirir obras de determinado período de los citados artistas, y aún de algunos otros. A pesar de los serios reveses que las dos guerras mundiales supusieron para él, incluida la confiscación de cientos de cuadros cubistas en la Primera, supo salir adelante y consagrarse definitivamente después de la Segunda.
Picasso se quejó en alguna ocasión de la rapacidad del marchante. Derain, Vlaminck, Braque y Léger, de cuya obra se había ocupado desde que se estableciera en París en 1907, rompieron, por distintas razones, sus acuerdos con la galería a mediados de la década de los veinte. Sólo Juan Gris se mantuvo enteramente fiel a Kahnweiler (excepto por un breve y forzado intermedio con Rosenberg) durante los dieciséis años que duró su relación comercial y amistosa. El marchante, de rectísimos principios morales, tuvo en gran estima la fidelidad del pintor, pero, además, lo apreciaba por sus valores artísticos tanto como a los más geniales artistas de su galería, y bastante más que a éstos por sus valores intelectuales.
Cuando Gris estaba en París se veían a diario y se escribían con frecuencia cuando estaban separados. Pero la convivencia fue aún más intensa desde que, a comienzos de los años veinte, Kahnweiler, preocupado por la salud del artista, le buscó un apartamento en Boulogne, a dos pasos de su casa. El alemán, que era un hombre muy metódico, escribía notas sobre sus conversaciones cuando llegaba a casa por la noche y, además, guardaba convenientemente clasificadas todas sus cartas, lo cual le permitió, 20 años después de la muerte de Gris, que es cuando escribió su ensayo, evocar la voz del pintor a través de esas notas y de fragmentos de sus cartas.
En definitiva, no sólo se conocían muy bien, sino que también compartían en gran medida principios, gustos y opiniones, lo cual cualificaba al marchante no sólo para contarnos la vida del pintor sino también para proporcionarnos las claves de su obra. Da la impresión de que Gris tenía cierta dependencia de Kahnweiler, en el sentido de que, siempre dubitativo, necesitaba de la aprobación de éste para seguir adelante. Kahnweiler, en efecto, le supo dar confianza en sí mismo y, podríamos sospechar, le ayudó a formular un soporte teórico para su propuesta plástica. Nadie mejor que él, como “coautor”, para dar cuenta de ese soporte; de hecho, poco se ha añadido a lo ya establecido en el libro que comentamos.
Pero el volumen tiene un interés añadido a esta cualidad de texto fundamental sobre Juan Gris. Es toda una historia del arte, de la literatura y de la música desde la perspectiva del Cubismo-según-Kahnweiler. En el papel de profeta del arte clásico (de emociones contenidas y construido según criterios que él llama arquitectónicos), despotrica contra todo lo que no se ajustaba a ese ideal artístico encarnado en Juan Gris. Y no parece que, al margen de su meritoria defensa del cubismo, atinara mucho en sus preferencias. Se carga de un plumazo todo el siglo XIX (“cien años de confusión y desórdenes en las artes plásticas”, pág. 405), detesta el expresionismo alemán, el surrealismo (incluyendo durante varias décadas a Miró), al aduanero Rousseau… Pero sus bestias negras son Gauguin y todos los pintores abstractos, sin hacer distinciones, a los que cree corruptores de las artes del siglo XX. Sus constantes vapuleos son entre irritantes y divertidos, argumentados pero poco comprensibles. Supo apreciar a Klee (todo lo valioso en el arte desde 1920 tenía su origen según él en el cubismo o en Klee) y a Masson, pero, no tuvo tanto ojo con las nuevas generaciones. Artistas de modesta valía, como Lascaux, Beaudin, Roux o Kermadec sucedieron en su galería a Derain, Vlaminck, Picasso o Braque.

(Publicado en Arte y Parte nº3, Madrid, junio-julio 1996.