Catálogo Robatoris. VIII Bienal Martínez Guerricabeitia
Valencia, 2005

Arte en llamas

Cuando una obra de arte importante es robada se nos encoge el corazón, ante la incertidumbre de cuál será su destino. Buena parte de los tesoros del Museo de Bagdad, expoliado durante la invasión estadounidense, aún no han aparecido: algunas piezas tardarán mucho en volver a su lugar de origen; a unas pocas se les perderá el rastro para siempre. Pero sabemos que la gran mayoría de ellas están en algún sitio, que no han sido destruidas. Cuando una obra de arte es consumida por el fuego, sin embargo, la pérdida es absoluta, y el sentimiento que el acontecimiento suscita es el de la desolación. Los actuales sistemas de alarma y control hacen del incendio algo poco frecuente, pero recordemos la conmoción (sin duda con un gran componente mediático) que produjo la quema del almacén londinense donde se guardaba parte de la colección Saatchi.

Joxerra Melguizo se dirige al espectador, bienintencionado amante del arte, para hacerle sentir la vulnerabilidad de éste y, como fondo conceptual, la agresividad subyacente a todo el sistema artístico. El artista ha estado acechando los museos y centros de arte durante un tiempo. Vestido de negro y encapuchado, se ha fotografiado a las puertas, e incluso en algún interior, de instituciones artísticas en varios países. A menudo con los brazos cruzados y con actitud desafiante. La figura es buscadamente ambigua: el encapuchado remite, aquí y ahora, en primer lugar al etarra, pero en un contexto más amplio, su significación se extiende a otras formas de terrorismo o guerrilla. ¿O es un ladrón de guante blanco? ¿Hace guardia o se prepara para dar un golpe? Lo que está claro es que el artista percibe la “institución arte” como un territorio de conflicto en el que se ejercen diversas formas de violencia. En él hay “excluidos”, presiones, actitudes dictatoriales, injusticia, inconstancia. El artista encapuchado, que renuncia a través de ese enmascaramiento a la sacrosanta “autoría” —a la inmoderada valoración de la firma—, encarna una posición de resistencia… o al menos de cuestionamiento de ese entramado. Con el atuendo negro que le cubre cuerpo y cabeza, sólo vemos de él los ojos. Este artista anónimo queda reducido, pues, a una mirada. Una mirada que se dirige a cámara, al espectador, con la pretensión provocar en él un análisis propio de la situación.

En enero de 2003 Melguizo expuso en la galería Trayecto de Vitoria el proyecto fotográfico sobre los encapuchados, en forma de proyecciones simultáneas de diapositivas. Pero unos días antes de la inauguración, a puerta cerrada, llevó a cabo una acción de la que resultaron una instalación que se integró en el montaje en la galería, un vídeo y esta fotografía que presenta en la Bienal Martínez Guerricabeitia. En la noche, y con las luces apagadas, prendió fuego con un soplete a la pólvora que había extendido sobre unas grandes letras recortadas —de 2,5 x 2 metros aproximadamente cada una, y un total de 12 metros— que formaban la palabra ARTEA (“arte” en eusquera). No es nada fácil conseguir pólvora, y menos en el País Vasco, y todo el engorroso proceso de consecución del material vino a integrarse en el propio discurso de la obra, al poner de manifiesto de qué manera la actividad artística puede llegar a ponerse bajo control policial, bajo un estamento de poder. La pólvora dejó de venderse en las armerías, y al artista le fue imposible, a pesar de intentar hacer valer sus inocentes objetivos, conseguir permiso para adquirirla en una cercana fábrica de explosivos. Sólo necesitaba tres o cuatro kilos, pero su frustrada solicitud suscitó el recelo de las autoridades. Finalmente, tuvo que abrir, uno a uno, con paciencia y mucha precaución, más de mil cartuchos de caza, de los que obtuvo la pólvora necesaria.

El vídeo muestra cómo Melguizo, que utiliza un soplete para poder incendiar todas las letras rápidamente, se mueve en la penumbra alrededor de ellas, “con nocturnidad y alevosía”. No se entiende claramente qué está haciendo, y las letras, al arder por partes, apenas pueden leerse. Se escucha tan sólo el sonido del gas que sale a presión del soplete. El sentido se revela en la fotografía que ahora vemos. El obturador de la cámara estuvo abierto durante los aproximadamente tres minutos que tardó la pólvora en arder, por lo que la imagen recoge la totalidad de la combustión, y las llamas adquieren un aspecto fantasmal y blancuzco. Un fuego frío, eterno. El artista, que durante ese tiempo se estaba moviendo entre las letras, ha desaparecido de la escena: no se ha detenido el tiempo suficiente en ningún punto como para que la cámara registrara su sombra. La luz es extraña, y en conjunto la escena adquiere cierto aire de irrealidad. Paradójicamente —por su violencia latente— transmite quietud, frialdad.

La pólvora es un material empleado históricamente como herramienta violenta y como vehículo de celebración, en los fuegos de artificio. Destrucción y belleza. No es la primera vez, claro está, que se utiliza en el arte contemporáneo. La emplearon Ana Mendieta, por ejemplo, y Edward Ruscha, o, más recientemente, el mexicano César Martínez y el chino Cai Guo-Qiang, éste de manera espectacular. A Melguizo le interesa como material desde sus tiempos de estudiante, y finalmente ha dado con los procedimientos y con los contenidos adecuados para hacer atinado y pleno de significado uso de ella. Cuando la pólvora arde, deja huella. Con sus matices. Una cualidad que Joxerra Melguizo ha utilizado para componer con ella, además, dibujos sobre papeles fuertes, de los que se utilizan en grabado, haciendo que la pólvora “muerda” en ellos algunas de las fotografías que forman parte de este proyecto. Y en la exposición mencionada, en la galería Trayecto, es la precisamente la huella de la pólvora sobre las letras lo que el espectador pudo contemplar, ya que éstas, una vez hubieron ardido, fueron fijadas a la pared y, de nuevo sumidas en la oscuridad, fueron “fusiladas” por los “disparos” de luz de los proyectores de diapositivas que arrojaban sobre ellas (rozándolas apenas) las imágenes de encapuchados.

Nada es en estas obras cerrado, acabado o permanente. En los procedimientos, domina lo efímero; en los contenidos, la apertura, la multiplicidad de posibilidades interpretativas. Si Marinetti proponía quemar e inundar los museos, Melguizo se conforma con hacer arder, simbólicamente, la palabra ARTE. ¿Para destruirla o para hacerla resplandecer?