Catálogo Robatoris. VIII Bienal Martínez Guerricabeitia
Valencia, 2005

Anulación de pintura del siglo XVII

Todo cuadro resulta de una superposición de capas. Desde la imprimación del soporte al barniz protector, las veladuras, los arrepentimientos, los repintes en pinturas antiguas… todo forma parte de la obra pictórica en sus dimensiones física, histórica e icónica. Los restauradores se enfrentan cada día al dilema de hasta qué punto su labor ha de destruir para conservar. Josechu Dávila, en un gesto radical, ha aplicado una última capa blanca, opaca e irreversible, sobre un retrato barroco, al que ha condenado a la invisibilidad eterna a la vez que lo preservaba. A través de instalaciones, pinturas y esculturas, Dávila ha creado dispositivos que conducen a la duda sobre la propia condición física o estética de la obra de arte, cuando no directamente al engaño. Entre sus estrategias figuran las de “sustracción” y “adición” de contenido a partir de situaciones arquitectónicas u objetuales previas, la de frustración de las expectativas del espectador o la de juego con las ideas de autoría/originalidad. No es la primera vez que el artista se apropia de una obra ajena: ya lo hizo en Répica hiperrealista de una obra de videoarte, que recreaba fielmente un montaje experimental, de 1965, del alemán Peter Roehr, y en 65,5 x 88,5. Rectángulo de pintura clásica, consistente en la colocación de un retrato femenino atribuido a Goya en posición horizontal. Esta última pieza está, conceptualmente, en el origen del proyecto realizado para la Bienal, al igual que otra de las expuestas en su reciente exposición en la galería Salvador Díaz de Madrid: 195 x 97. Cuadro tapado y su representación videográfica, compuesta por un cuadro del propio artista (que sólo él había visto) recubierto de resina epoxy blanca y por la proyección de un vídeo que mostraba el aspecto original de la pintura. En Anulación de pintura del siglo XVII, que ahora presenta, la dosis de violencia es aún mayor, y “atenta” contra todas las leyes de la conservación y el estudio de las obras que están en la base de la historia del arte y de la museografía.

Es una obra que el propio artista ha calificado de “malvada y triste”, y en la que ha querido implicar al mundo del arte, haciéndolo cómplice del sacrificio: el acto de “anulación” del cuadro debía tener lugar en el taller de restauración de un museo, y en presencia de un restaurador profesional y diversos agentes del arte, que con su asistencia sancionasen la ceremonia y ratificaran su estatus artístico. La obra elegida, adquirida a un anticuario para la ocasión, era un retrato de un Papa, de escuela española y de finales del siglo XVII o principios del XVIII, de 66 x 50 cm; bastante maltratado, en su base se podía leer claramente la palabra BORGOÑA, por lo que se creyó una posible representación de Calixto II, aunque también podría tratarse de Nicolás II (se adivinaba, arriba, el final de su nombre latino, LAUS). Tras largas gestiones y primeros fracasos que nos llevaron a enviar la propuesta, simultáneamente, a doce museos españoles de arte contemporáneo, tuvimos respuesta positiva nada menos que de cinco de ellos, que es justo nombrar: Artium, CAC Málaga, CAAC, CGAC y MUSAC. Dávila, por facilidades y sintonía, escogió el Artium, donde Javier González de Durana y todo su equipo le brindaron una acogida entusiasta. El 28 de septiembre, en el taller del museo y bajo la mirada de Pilar Bustinduy, prestigiosa restauradora y profesora en la Universidad del País Vasco —que había examinado antes la pintura, datándola y haciendo observaciones técnicas sobre soporte, materiales y repintes—, el director, conservadores, personal del museo en calidad de público artístico y yo misma como crítica de arte, el artista recubrió cuidadosamente, con lentitud y en silencio litúrgico, el retrato del Papa borgoñón.

La acción tiene multitud de niveles de lectura, y no ha dejado de crecer en significación a lo largo de todo el proceso de concepción y realización. Como procedimiento, el recubrimiento de una composición previa, ya sea propia —la mayoría de las veces— o ajena, es algo que los pintores escasos de medios han hecho siempre, lo cual depara a veces, desde que se inventaron los rayos X, lucrativas sorpresas a coleccionistas y subastadores. Tal operación comenzaba, lógicamente, por una nueva capa de base de un color liso, a menudo blanco. Cubrir de blanco una pintura también fue una práctica habitual en épocas de iconoclastia, cuando las nuevas autoridades religiosas se encontraban con edificios sagrados reutilizables sólo a condición de encalar las inadmisibles pinturas murales o los mosaicos que los decoraban. En la obra de Josechu Dávila, el hecho de que el efigiado fuera un Papa expande esta cuestión del control de las imágenes, que la Iglesia ha detentado durante siglos, decidiendo qué era lícito y cómo debían representarse los temas religiosos, lo que equivalió largamente a decidir sobre el conjunto de la representación: hay algo de revancha en “censurar” a uno de los vicarios de Cristo, ocultándolo precisamente con el color simbólico del Papado, el blanco. Este color, por otra parte, se asocia al replanteamiento que las vanguardias históricas (y en particular Malevich) hacen del medio pictórico, y el monocromo blanco se identifica con el “grado cero de la pintura”. En esta misma línea de cuestionamiento, que va más allá de la imagen a partir del blanco, se posicionan los ácromos de Manzoni o las pinturas de bandas blancas de Robert Ryman, a las que, por cierto, recordaba Dávila en la manera en que aplicó el tóxico clorocaucho (pintura con la que se pintan las líneas en el asfalto) sobre el retrato papal.

Pero esta nueva “sustracción de contenido” que efectúa el artista se acerca quizá más al concepto de iconoclastia como forma de vandalismo. Es una agresión, desde luego, no guiada por la demencia ni el fanatismo, sino por el cálculo y la conciencia de las implicaciones artísticas del acto. En tal sentido y a pesar de que en un caso hay destrucción y en otro no, cabe relacionarla con el Erased De Kooning Drawing de Robert Rauschenberg, de 1953, que puede considerarse una obra en colaboración, ya que el maestro del expresionismo abstracto no sólo accedió a la petición del joven Rauschenberg, que le solicitaba un dibujo para hacerlo desaparecer, sino que eligió uno que fuera a echar de menos y que además fuera difícil de borrar (le llevó al otro cerca de un mes). De la misma manera, a finales de los 50 y principios de los 60, Arnulf Rainer pinta monocromos, los Übermalungen, sobre obras (la mayoría eran estampas) de colegas como Sam Francis, Vedova, Matheiu o Vasarely, con el consentimiento de éstos. En el caso actual, habría que hablar de una colaboración forzada, pues no se contó con la aprobación del anónimo artista del XVII. En cualquier caso, a Josechu Dávila le interesaba, por encima de esto, interactuar con el depósito de tiempo que el cuadro anulado suponía.