De los santos y profetas, San Antonio, San Sebastián, San Juan Bautista, Jacob, Moisés…; de los artistas, Miguel Ángel, Beethoven, Milton…; de los mitos, Orfeo, Ícaro, Prometeo… Estas son algunas de las figuras con las que más frecuentemente se han identificado los artistas desde que, en plena efervescencia romántica, se difundiera la idea, ya muy antigua, de que el sufrimiento es inherente a la actividad creadora. El mazazo que supuso su integración en el mercado artístico, dominado por el gusto burgués, llevó a la marginación a un buen continente de creadores que hicieron pronto de su condición de víctimas, a través de la adopción y dislocación de esas figuras, un argumento para su obra. El culto al artista llegó de la mano del sacrificio del artista, convertido en mártir o en sacerdote de la religión del Arte.

La gran figura del padecimiento, en los países que son o que fueron católicos, debía ser por fuerza la del Cristo de la Pasión. En el cristianismo, y también antes, en el judaismo, el sufrimiento es sinónimo de sinceridad religiosa y de espiritualidad elevada. De la misma manera, el artista más respetado sería el maltratado por las circunstancias o por su interior tortura, y encontraría su imagen simbólica en el crucificado o en el Cristo en el Monte de los Olivos, en lucha consigo mismo. Cuando Durero se autorretrató como Varón de Dolores en 1522 inauguró un capítulo iconográfico que, tras un larguísimo paréntesis de tres siglos, se reanudó con pujanza a partir del romanticismo. Blake, Palmer, Overbeck, Millet, Daumier, Van Gogh, Gauguin, Bernard, Denis, Moreau, Munch, Redon, Nolde, Schiele, Ernst, Kokoschka, Rouault, Soutter, Dix, Spencer, Sutherland, Bacon, Pollock, Saura, Tàpies, Rainer, Nitsch… El elenco de los artistas de primera línea que han pintado crucifixiones en los siglos XIX y XX, generalmente al margen de la doctrina cristiana o incluso, en muchas ocasiones, con un tratamiento decididamente irreverente, es apabullante. Hasta hoy mismo, y en nuestro país, sigue vivo el tema, como lo demuestran pinturas bien recientes de Juan Carlos Savater y Guillermo Pérez Villalta. Sea cual sea el acercamiento de los artistas al tema, es evidente que existe, en todos los casos citados y en muchos otros, una profunda implicación personal.

En la obra de James Ensor, la cruz hace aparición hacia 1886. En esa época, se vivía una auténtica moda cristológica. No hacía mucho que Ernest Renan y David Friedrich Strauss habían publicado sus biografías positivistas de Jesús, de amplísima difusión. La rápida extensión en tierras belgas del simbolismo, expresión de las inquietudes espiritualistas e irracionalistas del Fin de Siglo, había supuesto la actualización en la literatura y en la pintura del tema cristiano, sometido ya a una cierta vulgarización esteticista. Así, antes que Ensor, sus compatriotas Félicien Rops y Ferdinand Khnopff (éste fue su compañero en la Escuela de Bellas Artes de Bruselas) habían mostrado ya sus personales interpretaciones del asunto. En Bélgica, aún se escuchaban los ecos del Jesucristo en Flandes de Balzac, que había dado lugar a una serie de variaciones sobre el mismo tema, salidas de la pluma de, entre otros, Eugène Demolder, uno de los mejores amigos de Ensor.

En la citada fecha de 1886, a Ensor se le empezaba a ensombrecer el horizonte. Tenía 26 años, y la carrera prometedora que hasta hacía poco veía presentarse ante sus ojos se desdibujaba rápidamente. Sus primeras obras intimistas, sus bodegones, marinas y retratos habían obtenido una acogida bastante calurosa entre la crítica y, como miembro fundador de Los XX, exponía en el salón que el grupo organizaba, con lo que sus apariciones lograban cierta repercusión incluso fuera de las fronteras belgas. Las disensiones se plantearon cuando Los XX, con sede en Bruselas y enclavados por tanto en el área francófona belga, dieron, bajo el liderazgo de Octave Maus, por definirse claramente a favor del arte francés y de sus últimas y más formalistas derivaciones. La situación se agravó por los conflictos personales que Ensor, con su áspero carácter, provocó, el más sonado de los cuales fue el que le enfrentó con Khnopff, al que acusó de plagio.

En el salón de Los XX de 1887 hubo dos puntos principales de atención: el gigantesco óleo Un domingo por la tarde en la isla de la Grande Jatte, de Seurat (1884-86), y los seis dibujos que Ensor presentó bajo el título Las aureolas de Cristo o las sensibilidades de la luz. El uno causó admiración; los otros fueron motivo de escarnio. El crítico Max Sulzberger calificó las obras de Ensor de “elucubraciones de una mente enferma y (de) productos pretenciosos de un hombre que desea el escándalo”. Pero, ¿qué era en ellas tan terrible? Para empezar, Ensor sorprendió a propios y extraños con un abrupto giro estilístico y temático mediante el que se apartaba de forma ostensible de la dirección que marcaba la vanguardia belga y, en definitiva, la francesa. Frente a la técnica puntillista, minuciosa y fría que él tachó de “repugnante”, incapaz, en sus palabras, de captar más que una sola faceta de la luz, su vibración, y frente a los asuntos intrascendentes y de nulo contenido dramático del impresionismo y sus continuadores, Ensor se decantaba por un arte visceral, sucio, acusador y enraizado en la tradición nórdica. A La Grande Jatte de Seurat, respondió con La entrada de Cristo en Bruselas, más grande todavía. Cuando, para el salón de 1888, envió un lote de obras entre las que se encontraba la gran Tentación de San Antonio, tras una enfermedad que le tuvo postrado unos meses, Maus no accedió a colgar más que unos dibujos, alegando (a posteriori) que, de haberlos aceptado, la policía habría clausurado el salón. La ruptura se había consumado.

En 1886 se abre la mejor etapa de Ensor, la más creativa, que se extiende, aproximadamente, hasta 1895. En ella, arremete furiosamente, empuñando el arma de la burla descarnada, contra todo lo que detesta en la sociedad belga; hacen aparición los esqueletos, imponen su dominio las máscaras carnavalescas, los colores se acidulan, queda abolida la censura. Recluido en Ostende, rechazado por Los XX, ridiculizado por los críticos, ahogado en su círculo familiar, del que acaba de desaparecer, alcoholizado, su padre, Ensor tenía poco que perder. Se sentía un artista maldito y estaba orgulloso de serlo. Era consciente de su valía artística y, poseído de una obsesión narcisista, hizo de sí mismo el protagonista absoluto de su mundo pictórico. “Quiero hablar a todo el mundo de la hermosa leyenda de mi Yo, del Yo universal, del Yo único, del Yo corpulento”, escribió más tarde, y los 113 autorretratos censados por el momento dan fe de esa voluntad. Gran amante del disfraz, Ensor se representó como loco, como payaso, como esqueleto, como San Lucas pintando a la Virgen, como San Antonio tentado por los demonios o como San Juan Bautista en un banquete de críticos pero, por encima de todo, se identificó con Cristo. Él, profeta de un arte liberado de convenciones e hipocresías, encontró en el mesías ajusticiado su alter ego por excelencia.

En Las aureolas de Cristo se encuentra ya su primera crucifixión, a la que se superpone el tema de las Tentaciones de San Antonio: Satán y las legiones fantásticas atormentan al crucificado (1885 o 1886), que tiene también versión grabada (Cristo atormentado por los demonios). El mismo año (o tal vez algo más tarde) dibuja El Calvario, obra con la que, sin tapujos, se sitúa a sí mismo sobre la cruz, con aureola, corona de espinas y una cartela con su nombre sobre su cabeza; el crítico Edouard Fétis, que interpreta el papel de Longino, le clava una lanza con su nombre en el costado y, entre los asistentes, un hombre lleva en la espalda las “XX” de Los Veinte. El mismo Fétis y el anteriormente mencionado Sulzberger flanquean, en el papel de verdugos, al melancólico Ecce Homo, coronado de espinas, en el que se transmuta Ensor en 1891, fecha también del terrorífico Varón de dolores, chorreante de sangre, una de las obras más salvajes de Ensor. De entre las varias decenas de Cristos que dibujó, pintó o grabó, otros, frecuentemente datables en la década a la que nos referimos, se han interpretado como autorretratos.

Es difícil saber hasta qué punto era Ensor ateo o en qué medida se tomaba en serio su identificación con el crucificado. En sus escenas religiosas hay un grupo, que incluiría algunas de Las aureolas de Cristo o el Cristo calmando la tempestad (1891), que parece traslucir, si no un sentimiento piadoso, sí un algo sublime, fundamentalmente a través del tratamiento lumínico, que remite en última instancia a Rembrandt. Pero son una excepción; la pantomima, el desparpajo carnavalesco, la visión esperpéntica, cruel e inmisericorde que aplicó a toda su mejor obra se extendió también a sus autorretratos, religiosos o laicos. Frente a la serenidad heróica con que se pinta Gauguin exactamente en las mismas fechas como Cristo en el Monte de los Olivos o en su Cristo amarillo, Ensor, en la tradición grotesca y alucinatoria de El Bosco y Brueghel, no deja títere con cabeza, ni siquiera la suya.

Su aportación a la iconografía del artista-Cristo reside, fundamentalmente, en la brutalidad que vierte en las imágenes, en la anulación de cualquier sentimiento místico o lírico (tan frecuente entre los simbolistas), en la transformación de las escenas de manera que hacen referencia directa a su situación personal e histórica. Ensor no se limita a poner su cara en lugar de la de Cristo. Criado en una región aficionada a las procesiones, él mismo participó de adolescente, en el papel San Juan Bautista, en la “Bendición del mar” en Ostende. En sus obras, Ensor se disfraza de Cristo para la procesión, que tiene lugar en las calles de Ostende o de Bruselas, en su tiempo, y en la que toman parte sus propios contemporáneos, revestidos de máscaras sacrificiales. Hay en ellas mucho de parodia, pero también mucho de verdadera conciencia de víctima, y de orgullo. Se autocompadece y, a la vez, se ríe de su autocompasión. Se transforma en un payaso redentor no muy distinto a los que pintara Rouault, pero con una mucho mayor carga de ironía, de furia y de asco. En el fondo de todas sus contradicciones, sin embargo, lo que parece haber es una afirmación de un YO épico, puro, mesiánico y cuasi divino.
Aunque declaró no creer en el más allá en una entrevista que le hicieron en 1949, el año de su muerte, su educación católica y su conocimiento de la tradición artística le obligaron a pronunciar estas palabras en la misma ocasión: “Cristo es una figura muy grande. Muchos se han ocupado de ella. Cristo es una significación obligada” (Le Christ, c’est une signification obligatoire).

Lamentablemente, la potencia creadora de Ensor se extinguió a medida que ganaba reconocimiento público. En 1940 pintó una versión de El Calvario de 1896. En ella, la cartela donde se leía ENSOR desapareció y, en la banderola unida a la lanza, la palabra FÉTIS fue sustituida por el tradicional INRI. En Ensor se había apaciguado, hacía ya mucho tiempo, la rabia.

(Publicado en Arte y Parte nº2, Madrid, abril-mayo 1996)