Hans Belting. Antropología de la imagen
Katz. Colección Conocimiento. Buenos Aires / Madrid, 2007. 321 páginas. 23,50 euros
Traducción de Gonzalo María Vélez Espinosa


Hans Belting (Andernach, Alemania, 1935), con sólida formación, larga carrera en la docencia universitaria en su país y en Estados Unidos, y una apertura de miras que le ha hecho interesarse, con diversas perspectivas, por diversos momentos históricos ―incluido el actual―, ha dirigido su investigación en los últimos años a intentar entender la imagen desde su “praxis”, es decir, desde los mecanismos simbólicos que seguimos en nuestro trato con ellas. En 1990 publicó Semejanza y presencia: una historia de la imagen antes de la era del arte, influyente libro en el que recogía sus conocimientos sobre la imagen religiosa en la Edad Media y en el que se distanciaba ya de los criterios clásicos de la historia del arte para aproximarse al significado y al uso de las obras. En la Escuela Superior para la Creación de Karlsruhe desarrolla desde 2000 un programa interdisciplinar sobre la antropología de la imagen que le ha servido para ahondar en diversos temas que presenta en esta publicación, absolutamente recomendable, a modo de “resultado intermedio”. Cuya lectura, de la que extraemos numerosas enseñanzas y que realmente abre una visión que da sentido a la producción icónica, hace ansiar los resultados finales, que habrán de poner orden en los conceptos y dar mayor coherencia a los muy reveladores apuntes.


El conjunto se basa en la idea de que tanto el cuerpo humano como la obra de arte son “medios” portadores para las imágenes. Las “imágenes interiores” del recuerdo y la fantasía buscan los medios de los que cada época dispone para encarnarse, y lo hacen generalmente para tener presencia pública y una función social simbólica. El cambio histórico en la experiencia de la imagen expresa un cambio en la experiencia del cuerpo, defiende el autor, y propone como fundamento de sus teorías las imágenes relacionadas con los ritos funerarios. La muerte es entendida como ausencia que debe ser subsanada mediante cuerpos sustitutorios con formas tan diversas como los cráneos de Jericó, las estatuas del ka egipcias, las máscaras de distintas culturas, las estatuas de los reyes babilónicos ―que hablaban―, las esculturas de cera… En el capítulo quinto esboza una historia de esa relación entre ritos e imágenes, basada en la “animación” de orígenes mágicos y aún vigente en nuestra percepción de las imágenes de todo tipo. La excepción se situaría en Grecia, y esto sería grave, pues las ideas sobre el arte en Occidente se han basado en gran parte en esa cultura, a través de Platón. Hubo en época homérica un culto anicónico a los muertos, que eran incinerados, y cuando se representaba al difunto se hacía con intención conmemorativa y artística ―según el criterio de la mímesis― y no con la de ofrecerle un nuevo cuerpo. En este punto Belting parece dudoso y, aunque afirma que en Grecia la imagen no puede tener alma y es sólo ausencia, recuerda el caso de Dédalo ―que daba vida a sus creaciones con artes mágicas― y omite el de Pigmalión, así como la “vida” de las estatuas de los dioses en los templos.

En un capítulo fascinante, estudia el escudo de armas y el retrato como “medios” equiparables en el siglo XV ―los mismos pintores practicaban ambos géneros y el gremio tenía como emblema tres escudos―, que representan respectivamente la identidad genealógica y personal; en otro explica cómo sugería Dante la diferencia entre los cuerpos vivos y las sombras en que se convertían los fallecidos, inspirándose en el Hades clásico para salvar lo que para Belting es una anomalía del cristianismo respecto a otras creencias: las almas subsisten sin cuerpo y sin doble ―lo que contradice lo que en otro momento dice sobre las esculturas funerarias medievales―. En Dante confirma Belting que sólo los cuerpos proyectan sombra y producen imágenes de sí mismos, y esas consideraciones le sirven para conducir sus reflexiones al momento actual, que aborda a través de dos de los ámbitos que supuestamente han transformado el estatus de las imágenes: la fotografía y la realidad virtual. La primera le interesa porque se ha cuestionado a sí misma como medio y ha dejado de lado sus pretensiones documentales para ofrecernos una escenificación y un enigma, el “recuerdo de un hermético y casi perdido sentido del mundo”. Sobre la realidad virtual desmiente, cargado de razón, que pueda perder la referencia al mundo real: está compuesta por imágenes que sólo reciben el poder que les otorgamos (Augé); no pueden ser cuerpos, sino sólo máscaras digitales, dobles que propician un intercambio entre cuerpo e imagen similar al que se daba en el culto a los muertos.