Giuseppe Penone. Una lectura táctil de la realidad
Giuseppe Penone representa la vida, a través fundamentalmente del crecimiento. Y utilizo la palabra representar no en el sentido que habitualmente le otorgamos cuando hablamos de arte, sino más bien en un contexto teatral o incluso religioso. Porque lo que Penone celebra es una ceremonia en la que se trata de repetir la creación, repetir los procesos naturales, con el objetivo de tomar conciencia y poner en evidencia el ser naturaleza del hombre. Siendo su obra auténticamente poética, no se sustenta, sin embargo, en una operacón lingüística, metafórica, sino en una firme creencia en que compartimos la esencia de la naturaleza. Desde finales de los sesenta quiso ser río tallando piedras a imitación de los cantos rodados, ser árbol repitiendo el bosque, ser viento dejando la huella de su aliento sobre el follaje, ser paisaje descubriendo los accidentes de la propia piel, del interior del cráneo… Las sencillas operaciones que dan lugar a sus obras -hay que destacar la importancia de lo procesual en su trabajo-, cargadas al máximo de lirismo y muy claramente definidas intelectualmente, producen un resultado de enorme autenticidad y capacidad de provocar reacciones de reconocimiento y de emoción en el espectador.

Quizá la palabra reconocimiento sea útil para expresar la sustancia de la obra de Penone. Hubo un tiempo en que el hombre no se había diferenciado a sí mismo del mundo y se consideraba de la misma condición que la vida animada que conformaba su universo. Penone ha realizado una regresión imposible a ese tiempo de indiferenciación animista para volver a conocer la fusión con lo natural, pero no de la forma irracional en que antes se produjo, sino desde una herencia cultural milenaria y desde el conocimiento científico. Todo ello utilizando como laboratorio el cuerpo humano. Pero su acción artística no consiste tanto en la exposición de su propio cuerpo a los elementos, que es algo que inevitablemente todos hacemos, sino en saber que esa exposición existe y en hacerla palpable en sus obras. Palpable en cuanto que éstas son a menudo más táctiles que visuales, y cuando el resultado es a pesar de todo visual, como en el caso de sus series de dibujos Presiones y Párpados, es producto de un proceso en cuyo origen estuvo el contacto con la piel.

Penone defiende un estar despierto frente a la realidad física en toda su complejidad, un experimentarla desde los sentidos. Su postura es por tanto sensualista y empírica. Y como señaló Christoph Schreier, toda su actividad artística deja de lado el simbolismo tan rico que a lo largo de los siglos las distintas culturas han generado en torno a los elementos que él maneja, limitándose a revelar la misma naturaleza, cuyos materiales no expresan otra cosa que no sea a ellos mismos. A pesar de que en ocasiones se le ha situado en las cercanías del Land Art, la máxima activación de la percepción sensorial a la que se ha sometido podría tentar a llevarle al terreno del Body Art, lo cual sería seguramente excesivo pero quizá ayudaría a comprender hasta qué punto Penone se involucra físicamente en su trabajo. Se diría que se ha extrañado a sí mismo de la rutinaria e inconsciente convivencia con el entorno adquiriendo una especial sensibilidad que le hace sentir, como una quemazón, lo que habitualmente nos pasa desapercibido: la solidez del aire y del polvo (piedra en suspensión) que se introduce en nuestros pulmones y que proyectamos al exterior, la huella que todo lo que tocamos deja en nuestra piel y la marca que a nuestra vez producimos en lo tocado, la luz que nos penetra a través de los ojos, el agua que nos conforma, la íntima analogía del hombre con el árbol y, en general, la correspondencia de todos los fenómenos naturales con nuestro cuerpo, que, visto al detalle, es para Penone un paisaje, vegetal o marino.

Esta toma de contacto con el entorno es por fuerza individual y solitaria. Nunca ha hecho referencia Penone al contacto entre humanos, a una experiencia compartida. La piel marca una frontera permeable pero férrea entre cada uno de nosotros, delimitando nuestro interior, convirtiéndonos en esculturas exentas, como quiso recalcar al colocarse unas lentillas reflectantes que cerraban el contacto visual en Dar la vuelta a los propios ojos (1970).
Penone ha realizado un viaje a la vez espiritual y por el interior de su cuerpo con importantes implicaciones culturales pero, además, ha mantenido una postura muy personal en el panorama del arte de las últimas décadas. Arropado por la promoción internacional del Arte Povera, ha sustentado, frente a las corrientes de vaciado de contenido de la escultura posteriores a la revolución del Minimal Art, una opción en la que la forma no tiene ningún sentido sin el discurso que está en el origen de su creación. Lo cual no quiere decir ni mucho menos que formalmente sus obras carezcan de valor: su propuesta es radical, nueva, sus obras contundentes a la vez que de una gran belleza. En este sentido, considero fundamental la lectura de los escritos de Penone, de una profundidad y emotividad impresionantes, para la comprensión de su trabajo.

Aunque la obra de Penone no es muy conocida en España -sólo recuerdo su presencia en la colectiva de Arte Povera organizada por Germano Celant en el Palacio de Velázquez y el Palacio de Cristal en 1985-, sí se sabe de su serie Alpes marítimos (1968), de sus Árboles tallados en vigas de madera y de otras obras que aparecen en los manuales de arte contemporáneo y en los libros sobre el Povera. Pero creo que las obras que se presentan ahora en el CGAC, la mayoría de ellas de los años noventa, incluyendo sus últimos trabajos, resultarán novedosas para la mayoría. Penone no es en absoluto un artista acomodaticio. En esta década ha formulado propuestas nuevas y originales, sin abandonar ni por un momento su línea de acción y sin renunciar a regresar en alguna ocasión a temas que ya desarrolló en el pasado, lo que no supone una reiteración por falta de nuevas ideas, sino que, tratándose de obras en que se persigue precisamente la repetición de procesos naturales (Ser río, árboles o uñas) la cíclica recreación está llena de sentido.

Al margen de estas recreaciones, los noventa han significado en la obra de Penone una nueva dimensión que se podría calificar de “cerebral”, en un sentido tanto anatómico como de situación en un plano más relevante de lo cognoscitivo. Apartándose un tanto de la relación a nivel cutáneo con la realidad, que fue tan importante en otros momentos, el tema predominante en su trabajo ha pasado a ser el de la captación de la luz a través de los ojos y hacia el interior de la oscura cavidad craneana, asimilado a la absorción de la luz por el árbol a través de las hojas y su conducción a lo largo de las ramas hasta la sombra de la tierra. El vidrio, que ya había utilizado en sus Uñas, se ha convertido, como transmisor de luz, en la sustancia del árbol-hombre. La fría apariencia del vidrio, en principio poco adecuada para una obra de tan alta temperatura emocional, queda olvidada cuando recordamos su humilde origen en la arena de silicio y su formación en el fuego. El polvo de piedra suspendido en el aire que impregna y penetra todo, incluidos nuestros pulmones, se compacta mágicamente en una sustancia transparente y dura. Así, su utilización resulta más coherente que la del bronce, empleado por Penone más por su apariencia, vegetal, que por su esencia. La equivalencia hombre-árbol-cristal expuesto a la luz se muestra como una simbiosis perfectamente trabada, expresada de distintas maneras en una relación compleja y multidireccional.

De la exploración exterior de la superficie cutánea Penone ha pasado a una espeleología de los recovecos del cuerpo. En uno de sus escritos, dice: “[…] la superficie interna del cráneo […] es un auténtico paisaje, con hondonadas, lechos de ríos, montañas, mesetas, un relieve semejante a la superficie terrestre”. Este relieve quedó representado en Paisaje del cerebro (1990), registrando esos “accidentes” por medio de papel adhesivo y polvo negro, yuxtapuestos a fotografías de las venas blancuzcas del mármol negro de manera que se unieran en un mismo panorama. Abriéndose paso entre la oscuridad de la piedra negra y la negrura del interior del cuerpo, las vetas orgánicas e inorgánicas podrían hacer mención de la penetración y expansión de la luz, energía y, en este ámbito, pensamiento. También relacionada con el cerebro está una de las obras más ambiciosas de Penone, El árbol de las vértebras (1996). Deriva del conjunto de obras tituladas Sobre la punta de los dedos (1993) y Trampas de luz (1994), para las que sacó moldes de ramas de distintos árboles y las fundió en vidrio. “La mirada atraviesa el cristal como la luz atraviesa, invade nuestro cerebro. […] La mirada atraviesa el tronco de cristal, atraviesa los años, las pieles del tronco, y conseguimos ver en un pequeño espacio el infinito del tiempo”. En El árbol de las vértebras el artista se transforma en árbol de forma más explícita que en otras ocasiones en que había establecido el parentesco. “Me apuntalo contra la bóveda con la nuca y la espalda para buscar el espacio de un agujero que proyecte al interior de esta habitación oscura el paisaje de la superficie donde los pies se pegan al cielo y los cabellos se hunden en el suelo”. La columna vertebral es tronco quebradizo de vidrio, sustentado sobre la raiz de yeso de un cráneo que ha crecido, también aquí, concéntricamente, pues se trata de una escultura en varios niveles superpuestos. La elección del yeso como material no es casual: sulfato de calcio, no es al fin y al cabo muy distinto de la composición del hueso, desarrollando la melodía de ecos compuesta por Penone.

En la equivalencia hombre-árbol, las hojas son ojos por los que penetra la luz. Realidad que muestra Penone en la serie Mirada vegetal (1995) situando una fotografía sobre cerámica (barro cocido) de sus propios ojos atravesados por las ramas de árboles reales. Un cegamiento que paradójicamente señala una acentuación de la percepción. “El propagarse de una rama en el espacio a la búsqueda de la luz tiene la misma estructura que una mirada. […] En cada ojo hay un árbol al revés que comprime sus hojas contra la retina”.

El mármol, “huesos de la tierra”, es un material por el que el artista se mostró interesado a comienzos de la década. No sólo lo utilizó en Paisaje del cerebro, sino que realizó una serie titulada Anatomías (1992) en la que desnudó con ayuda del cincel las venas naturales del mármol blanco, un poco con el mismo procedimiento extractivo que en los Árboles, poniendo al descubierto un prodigioso sistema de arabescos de apariencia orgánica con los que fijaba un doble paralelismo, o una relación a tres: son las traslúcidas venas de la piedra blanca, pero también los meandros de nuestro intestino, el flujo de nuestros líquidos, y a la vez, el mar, con sus olas que recogen la luz: “El mar tiene el rumor del vientre, es sordo, compacto, insondable, lo vemos lejos pero está dentro de nosotros”. Estas obras enlazan con la exploración del interior del cuerpo que antes mencionaba, aunque más atentas a la circulación de fluidos que a la solidez de las superficies óseas.

Quizá las obras más alejadas de las preocupaciones dominantes en Penone en esta década, pero también enormemente interesantes y muy innovadoras en su producción por sus características formales, sean las de la serie Estructuras del tiempo (1992), relacionadas con unas esculturas con piel de serpiente del mismo año. Remiten en cierto modo a los Soplos, por la utilización del barro (materia prima para la creación del hombre en la tradición judeocristiana), y a los Gestos vegetales por la forma de modelado en cintas después adheridas unas a otras como el “sucederse de los mimbres que forman el cesto”. Como en los Soplos, la alfarería es símbolo de creación de vida: “Al apretar la masa de tierra nos sale de los puños la forma de la serpiente brillante”. Vuelve además Penone al tema del crecimiento que manifiesta la vida y a la predominancia del tacto como forma de relación con el entorno. “El crecimiento concéntrico del vegetal, el crecimiento concéntrico de la serpiente. […] El suyo es un continuo adherir a las cosas; todo su cuerpo participa en la lectura táctil de la realidad que la rodea”. La serpiente se asimila a la rama del árbol, por su forma de crecer y por ser su pensamiento vegetal, y también es acuática, se mueve como el río. Así, me parece ver en el hermoso Manantial de cristal (1996) -un gran recipiente alargado con agua en la que se refleja un tronco de vidrio situado en uno de sus extremos- una nueva vuelta de tuerca en la poética de Penone, pues la columna de vidrio, vista en la superficie del agua, se ondula como la serpiente, que entra así en ese entramado de relaciones lumínicas.

Las más recientes obras de Penone, de 1998, giran en torno a las sombras, ausencia de luz de un lado y evidencia de la luz de otro. Continuando con el interés por el interior del cuerpo, se refiere a la “respiración de la sombra”, operación mediante la cual la oscuridad de la entrañas se une a la sombra exterior, poniendo de manifiesto un nuevo puente de enlace entre hombre y mundo, una nueva forma de interpenetración. “Respirar la sombra es una hoja cubierta de cera, es introducir la oscuridad en la rítmica noche del cuerpo como fluido bronce”. El bronce regresa a la obra de Penone en esta serie temática, que recupera también el trabajo sobre papel, en las “heliopinturas” -creación de sombras por medio de la abrasión que produce la luz- y el empleo de la vegetación natural (hojas de laurel). Se trata, en definitiva, de dar solidez a la luz y a su ausencia, de sentir, como en toda su obra, el peso de lo que creemos etéreo, los contornos de lo que nos es invisible, el tacto de lo que conceptuamos intangible.

(Publicado en Arte y Parte nº 19. Marzo de 1999)