Por fin, con meses pandémicos de retraso, Madrid Destino inaugura su nueva línea de programación de artes visuales en Condeduque, recuperando algo del movimiento expositivo que tuvo en otros tiempos este megacontenedor, antes de que las eternas obras de remodelación y la decisión de dedicarlo sobre todo a las artes escénicas lo dejaran fuera del mapa artístico. Natalia Álvarez Simó, que ha cumplido, tras su polémica designación, un año al frente del centro, ha encomendado la tarea de devolverlo a ese circuito a Javier Martín-Jiménez, hasta hace poco asesor de arte en la Comunidad de Madrid. Esta primera exposición es alentadora, aunque habrá que esperar a la segunda mitad de 2021 para empezar a valorar su hoja de ruta propia, ya que las próximas muestras e intervenciones escultóricas en los patios, que buscan convertirse en seña de identidad, serán organizadas y financiadas por Madblue, un festival sobre sostenibilidad con capital privado que, en lo artístico, está dirigido por David Barro. Por otra parte, será complejo para el visitante diferenciar esta nueva línea de las que desarrollan, en el mismo edificio, el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid –que en este momento exhibe obras de Julio Zachrisson– y el Área de las Artes del Ayuntamiento, que programará en las salas norte.

Es buena idea, para reabrir la Sala de Bóvedas –antiguas caballerizas–, subrayar su condición subterránea, que queda vinculada aquí de forma imprecisa a las emociones oscuras y a lo que como sociedad ocultamos. Martín-Jiménez, que es comisario de esta muestra inaugural, ha sabido reunir a algunos de los mejores artistas activos en Madrid de los últimos años, escogiendo trabajos producidos con anterioridad –con excepción de uno, pues no hay presupuesto para otra cosa– que se adaptan muy bien a la sugerente pero difícil arquitectura, de muros intocables por problemas de conservación. Y ha sumado muchos aciertos al relacionarlas entre sí en cada una de las cinco bóvedas enfiladas. Sin embargo, ha abierto demasiado el campo semántico, de manera que el espectador se ve obligado a preguntarse cómo se relaciona cada una de las obras con todo eso que queda “bajo la superficie”, comprendiendo pronto que se ha diluido en cierta medida el argumento para facilitar el encaje de algunos de estos artistas.

Así, mientras que es claro y resultón el arranque con el vídeo de Zoé T. Vizcaíno que convierte la larga y oscura escalera a los sótanos en un acantilado a cuyos pies ruge un Mäelstrom dispuesto a succionarnos hacia las profundidades marinas, tenemos que buscarle significado a la estatua de un hombre que carga con unas lámparas, de Bernardí Roig, que quizá se nos presenta como cicerone para nuestro periplo lúgubre. La impresión de que no todo está bien atado en el subsuelo se confirma en la primera sala, con dispares obras de Ester Partegás, Asunción Molinos Gordo y Julia Varela, por mucho que las de estas dos últimas sean excelentes trabajos. El recorrido da un giro con un feliz encuentro de Carlos Irijalba –muy adecuado sus obras sobre cuevas–, Marco Godoy y Teresa Solar, que coinciden en la elaboración de moldes o pieles, si bien es cierto que se trata de un diálogo ante todo formalista. El hilo argumental sigue perdiendo fuelle en la sala que comparten Karmelo Bermejo (no entiendo cómo cuadra aquí su reconstrucción fantasmal de la colección de arte de un director de museo) y Carlos Rodríguez-Méndez, un artista de calado que ha tenido el privilegio de ser el único de los seleccionados en trabajar por encargo y ha tenido el buen sentido de hacerlo en el propio recinto de Condeduque, aunque su acción de echar al suelo a unos ancianos para dibujar sus perfiles tampoco sea fácil de interpretar en el contexto de la muestra (¿miedo a la decadencia física, a la muerte?).

La exposición toma vuelo con Paula Rubio Infante, que presenta al público uno de sus trabajos más recientes con el que se adentra en el ámbito de la escultura “escenográfica”: son unas estructuras envolventes, de aliento muy dramático, de las que cuelgan miles de “pinchos” o puñales carcelarios hechos a imitación de uno encontrado hace décadas en la prisión Carabanchel. La enorme violencia latente en esta obra se extiende al vecino vídeo de Carlos Aires, Cataratas, que también elabora materiales históricos, en este caso grabaciones de torturas y bombardeos. Desde el horror de lo real pasamos a la monstruosidad mitológica con una de las estatuas clasicistas de nuevos híbridos, de Mateo Maté, y un vídeo, Hacia lo salvaje, de Cristina Lucas, que transforma a una mujer en pájaro forestal y al tormento en esperanza. Con ellos, los moldes de máscaras de Sara Ramo, con resonancia tribal y referencia –recuerden el vídeo asociado a ellas– al sombrío tránsito, en la selva, hacia la esfera de la magia. Al final, una prospección más literal con uno de los objetos enterrados por Patricia Dauder para recuperarlos con la huella tumbal, y los plásticos –producto del subterráneo petróleo– sepultados en cemento en Elena Bajo.

Bajo la superficie (Miedos, monstruos, sombras)

Centro Condeduque, Madrid. 2020

Publicado en El Cultural.