La Kunsthaus de Zurich inaugura una exposición poco común. Se trata de una muestra que recoge la obra de Monet en la que se aborda la relación del pintor con los jardines que creó en sus sucesivas residencias. Setenta cuadros que examinan las experiencias como pintor y experto floricultor, en Argenteuil, Vétheuil y Giverny, siempre a orillas del Sena.

El jardín de Monet está llamada a ser uno de los grandes éxitos expositivos del año. Christoph Becker, director de la Kunsthaus y comisario de la muestra (patrocinada por Credit Suisse), ha rastreado la información relativa a los jardines de Claude Monet y ha reunido un gran conjunto de pinturas procedentes de Europa y Norteamérica, entre ellas una quincena, menos conocidas, de colecciones privadas. El enfoque no es caprichoso: sólo la ingente producción de Monet en Giverny, donde pintó unas 200 veces el estanque de los nenúfares, lo justificaría, y es pertinente saber cómo se desarrolla en él ese interés por la naturaleza domesticada.

En realidad, hasta 1883, cuando se traslada a este pequeño pueblo de Normandía, los jardines de Monet, más bien pequeños y de los que no queda nada, habían respondido a un diseño burgués de espacio lúdico y decorativo. Las escasas veces en que aparecen en sus cuadros son poco más que fondos no muy definidos que enmarcan, algo claustrofóbicamente, a blandas figuras familiares. Desde Giverny, la mirada de Monet hacia la naturaleza se transforma. Planta un amplio jardín frente a la casa que concibe desde un principio como motivo pictórico y que responde al tiempo a un interés ya serio por la floricultura: el diseño es más el de un vivero, con estrechas calles paralelas (en las que distribuye las especies según cálculos meticulosos de color, altura y época de floración), que el de un jardín para ser vivido. No es aquí, sin embargo, donde Monet deja atrás al vulgar impresionista que era. Es en los campos circundantes, con los almiares, donde inicia, en 1888, su método de trabajo en series que representan los cambios cromáticos provocados por la luz en un mismo motivo en distintos momentos del día o del año. Siguen las series, que le valieron fama y riqueza, del Támesis, los álamos junto al Epte o la catedral de Ruán, con esquemas compositivos no convencionales e inspirados en la gráfica japonesa (en Giverny se conserva su impresionante colección de grabados), y un nuevo aliento más dramático y rico en atmósferas. Desaparece la figura y se impone una naturaleza moderna en la forma. En este sentido, no queda claro por qué en la exposición se incluyen ciertos paisajes no jardinísticos o bodegones, y no otros estilísticamente más explicativos.

En 1893 compra un terreno cenagoso frente a su propiedad con la intención de hacer en él un jardín acuático. Desvía el curso de un arroyo y excava un estanque en el que cultiva, entre otras plantas, nenúfares. Dos años después surge la primera serie sobre el célebre puente japonés, y en 1897 las “ninfeas”. Monet había creado el estanque movido tanto por su afición como por la necesidad de tener a mano motivos pictóricos atractivos, pero cuando en 1902 emprende la ampliación del jardín acuático lo hace según criterios absolutamente escenográficos. Modifica las curvas de las orillas, traza caminos y agrupa árboles y arbustos para obtener una mayor profundidad, y fija el puñado de puntos de vista desde los que pintará obsesivamente, durante ¡25 años!, sin abandonar nunca Giverny, las infinitas series sobre el “estanque de las ninfeas”.

Hoy, la casa y los jardines de Giverny, restaurados a partir de las numerosas fotografías conservadas, son un destino turístico mayor. Sorprende la estrechez de la zona del estanque, creado, según se verifica in situ, exclusivamente para la contemplación. Pocos metros a partir de la orilla termina la parcela, rodeada por prados y huertos, lo que subraya la artificiosidad de este escenario “teatral”, que traslada a una aldea a dos horas de París la moda urbana y elegante del “japonismo”. Pero, sobre todo, se comprende la cualidad especular del estanque: una superficie en la que se fusionan agua, vegetación y cielo, a la que progresivamente se acerca el pintor, eliminando otros elementos de paisaje y hasta el horizonte.

Curiosamente, nada más establecer el escenario definitivo, la pintura al aire libre comienza a ser menos imperativa para Monet (que se cuidó de perpetuar la idea de que siempre pintó del natural). Se sabe que desde 1900 trabaja más y más en el estudio. Se hace mayor y apenas necesita mirar lo que ya está grabado en su cerebro. La observación y la práctica le permiten incluso trabajar cuando las cataratas enturbian su visión. Se discute qué influencia pudieron tener en su producción última las operaciones y las gafas correctoras de la xantopsia y cianopsia (visión amarilla y azul) que sufrió sucesivamente, pero la cuestión es que al final de su vida, Monet es, quizá sin pretenderlo, un pintor tremendamente moderno. Como puede comprobarse en la exposición, en la que abundan las obras de esta época, se atreve con tamaños gigantescos, elimina la profundidad, pinta con pinceladas larguísimas, colores intensos, sin llegar al borde del lienzo, crea vórtices nerviosos que lo mismo representan la avenida de rosas que el puente japonés… Un jardín casi abstracto, expresionista.