El Cultural. 20 de diciembre de 2007

Buscadores de belleza. Historias de los grandes coleccionistas de arte
María Dolores Jiménez-Blanco y Cindy Mack
Ariel, 2007. 414 páginas

El coleccionista es un agente en alza en el mundo del arte. Si tradicionalmente había guardado celosamente sus tesoros, temeroso de los inspectores de Hacienda y de los robos, y reservando su ostentación a un círculo social reducido, en los últimos años se ha introducido en la esfera pública mediante la exposición de sus fondos o la creación de museos, la participación en patronatos, en seminarios… La actual pujanza del mercado del arte ha hecho surgir toda una generación de coleccionistas que compran sobre todo arte contemporáneo y que marcan más que nunca las derivas del arte y, sobre todo, su valoración, sus posibilidades de éxito, apuntalando el “sistema” mercantil-institucional que domina el panorama artístico. En la creciente contaminación entre lo público y lo privado, los grandes coleccionistas, particulares o corporativos, juegan un no pequeño papel. Son asuntos de gran trascendencia que tienen sus raíces en la evolución de las relaciones entre arte, dinero y poder en los siglos XIX y XX.

Es una pena que este libro, cuya publicación se enmarca en ese nuevo interés por la figura del coleccionista, se limite a proporcionarnos gran cantidad de datos sobre una veintena de ellos, sobre sus biografías, sus fortunas y sus adquisiciones, sin entrar a analizar el contexto en que esas trayectorias se inscriben, en el período comprendido entre 1880 y 1950. Al igual que en otro título de reciente aparición, Mi historia de amor con el arte moderno. Secretos de una vida entre artistas, de la galerista, comisaria y coleccionista Katharine Kuh (Turner – Fondo de Cultura Económica), que es pura anécdota, se aborda la relación con el arte desde el individualismo y privilegiando, de forma acrítica, las motivaciones puramente estéticas. Así, los millonarios que pasan por estas páginas son retratados como “ciudadanos de conducta irreprochable” con una “rara sensibilidad”, movidos por una “urgencia por rodearse de belleza” y de alguna manera artistas ellos mismos. En realidad, la lectura entre líneas del propio libro revela otras motivaciones. Fundamentalmente, en el caso de los industriales y banqueros, la adquisición o consolidación de una posición social en consonancia con su posición económica. En la elección de personajes abundan los estadounidenses —J.P. Morgan, Frick, Huntington, Havemeyer, Barnes…—, pero también hay espacio para los europeos —Wallace, Schukin y Morozov, Thyssen, Beyeler, Panza…— e incluso los españoles, representados por José Lázaro Galdiano y Francesc Cambó. Los capítulos más interesantes son los dedicados a quienes más dentro estuvieron del mundo del arte: el pintor Edgar Degas —que sí lo sacrificó todo por su compulsivo afán de tener las obras de los artistas que consideraba importantes—, el galerista Paul Guillaume o Gertrude Stein y Peggy Guggenehim; éstas no se limitaron como casi todos los demás a atesorar lo que sus asesores les buscaban —en algún caso sin llegar siquiera a desembalar lo que iba llegando a sus residencias y almacenes— sino que quisieron saborear el medio artístico, comprando las amistades bohemias que entretenían sus ocios.

Hay otros fragmentos amenos, como el que describe la extraña política matrimonial de los Rothschild o el empeño de Barnes de introducir a sus obreros en la creación contemporánea, pero en general la mera sucesión de informaciones no resulta atractiva para el lector no especializado al que se dirige el libro. Esos datos, así como las indicaciones sobre los destinos de importantes conjuntos de obras o sobre cómo los gustos de esos compradores potenciaron el interés general por un determinado artista, momento o tendencia, pueden ser útiles, sin embargo, para quienes desean profundizar en el tema. Pero serán ellos quienes deban aportar el análisis, la visión de conjunto y la mirada crítica que aquí brillan por su ausencia.