loosers

Publicado en el número de febrero de 2009 de Revista de Occidente

Muchos artistas, críticos y comisarios, sociólogos y analistas de la cultura, galeristas muy profesionales, conservadores y directores de museos piensan de otra manera. Es probable que tengan razón y que otros no hayamos sabido hasta ahora apreciar los valores, las posibilidades que contiene esta corriente que nos arrastra queramos o no. Según dicen —según lo podemos comprobar— la sociedad en general, no sólo el arte, evoluciona rápidamente a ritmo de eslogan publicitario hacia la infantilización. El recreo, el capricho o el olvido de las responsabilidades son algunas de las más fuertes motivaciones que guían nuestra conducta. El adolescente no es ya ese pobre mutante con comportamiento cargante o ridículo: es poco menos que un ideal. La aparente inevitabilidad del proceso, no obstante, no puede impedirnos manifestar nuestra irritación. Porque este fenómeno social y comercial está ejerciendo una influencia más intensa de lo aceptable en lo que llamamos alta cultura, que debería ser un ámbito adulto. Es cierto que a lo largo del siglo XX algunos intelectuales han exaltado los rasgos más liberadores y revolucionarios de la adolescencia, pero esas aproximaciones se han hecho cuando se había superado esa etapa de transición, no desde ella. No asumiendo su estética y sus medios de expresión, como se está imponiendo en la actualidad. Cuando, en los años de las vanguardias, se hablaba de retornar a “la infancia del arte” no se trataba de esto. De un lado estaban los artistas que se interesaron desde principios de siglo por las obras de los locos y de los niños. Klee, Miró, Dubuffet y el expresionismo en general valoraron la inocencia gráfica como medio de atacar las convenciones y buscar una expresividad primaria. De otro, los que se pusieron en manos del azar y de los juegos para oponerse a las academias. Eran a menudo juegos con fuerte contenido simbólico o dramático Hoy, más que la infancia, interesa la adolescencia, y el juego en el arte se refiere sobre todo al entretenimiento.

Al parecer, hemos claudicado ya, nos hemos rendido ante la supuesta potencia de la cultura juvenil. José Luis Brea, en el número 4 de la revista Exit, titulado Un mundo adolescente (2001), afirmaba, celebratorio, que “sólo la joven es, auténticamente, cultura”. Y lo explicaba así: “Se terminó esa principalidad de la cultura anciana, patrimonial, basada en la experiencia, la memoria y el asentamiento sedimental de lo ya sabido: ella carece de respuestas frente al mundo que tenemos, frente al que se viene encima. No es que la juvenil posea respuestas. Es que en ese carecer de alguna, ella se siente cómoda, en su sitio”. Más adelante niega la identificación entre juventud y banalidad, aduciendo que la relación del joven con los objetos que le proporcionan las industrias del ocio y el entretenimiento, y el consumo cultural, es “cualquier cosa menos superficial” pues “su demanda sobre ellos excede cualquier disposición a la complacencia”. Aunque imbuidos de pragmatismo, no son argumentos muy convincentes pero, sobre todo, cabe oponerles la pregunta: ¿tenemos que consumir todos lo que los adolescentes demandan?

Se dan al menos cuatro direcciones en la tendencia regresiva general. La primera, más pueril, se fundamenta en la producción de bienes de consumo cultural dominados por una iconografía infantil. Los japoneses van a la cabeza, con su ya prolongada devoción por lo kawaii. Es lo “mono”, gracioso o tierno. Al principio, en los sesenta, se utilizaba el adjetivo para referirse a bebés o animalitos. Ahora todo puede ser kawaii, y naturalmente, también el arte. El concepto se extendió de la mano de la mercadotecnia y el consumo. La muñeca Rika-chan y, después, Hello Kitty fueron grandes éxitos comerciales que traspasaron las fronteras del mercado del juguete para convertirse en iconos sociales. Los sociólogos dicen que la transformación en la estética y las costumbres propiciada por lo kawaii sólo fue posible cuando los japoneses lograron superar la gran depresión económica posbélica y se sintieron liberados de la responsabilidad colectiva que el estado había exigido a los ciudadanos en la reconstrucción del país. Takashi Murakami es uno de los campeones de lo kawaii en el arte. Me gustaría creer que todo el que se tome en serio el arte actual despreciará sus bobos cuadros de florecitas sonrientes, pero lo cierto es que su éxito en el mercado no decae. Si el fenómeno estético general está fuertemente vinculado al consumo, lo mismo puede decirse del arte. Este mes, el Guggenheim Bilbao inaugura una enorme retrospectiva titulada significativamente ©Murakami. No hay que extrañarse: se trata de un caso clásico de cobranding o alianza de dos marcas para vender de forma conjunta sus productos, aportándose mutuamente valor añadido y públicos diversificados. Murakami es una empresa —Kaikai Kiki, que yuxtapone los nombres de dos de sus personajes clásicos, encarnaciones básicas del bien y el mal— con cerca de cien empleados que fabrican sus piezas ¡y las de otros artistas! y todo el merchandising relacionado con ellas. Es una productora artística y de diseño, con encargos de Louis Vuitton, Nissan e Issey Miyake. En esta exposición se incluye una tienda de Vuitton con productos a la venta. Tampoco es sorprendente: en la mayoría de las tiendas de los museos los artículos son cada vez más lujosos y caros… al igual que los restaurantes son cada vez más exclusivos y excluyentes. Signos de que el museo-empresa busca como público preferente a las clases más pudientes. Murakami es una marca que vende muy bien, tanto en el comercio de lujo como en la cultura del ocio. Prueba de ello es la gira triunfal que precede la llegada de la muestra a Bilbao: tras inaugurarse en el MOCA de Los Angeles en febrero de 2008, ha pasado por el Brooklyn Museum de Nueva York y el Museum für Moderne Kunst de Frankfurt. En estos tiempos del ansia por el visitante contar con una exposición temporal que aúna la facilidad para ser asimilada por el público y la polémica es garantía de éxito en la taquilla.

Lo curioso es que esta más que evidente servidumbre mercantilista se quiere revestir de un disfraz de intelectualidad. O de cientifismo: el mismo Murakami dice que pretende analizar los mecanismos cerebrales por los que determinados diseños suscitan el sentimiento de ternura. Con títulos como Iniciar la velocidad de la sinapsis cerebral a voluntad o I open wide my eyes but see no scenery. I fix my gaze upon my heart, y “teorías” como la de lo superflat, se justifica la presencia de este caro producto comercial en el ámbito de las artes plásticas. Lo superplano se refiere lo mismo a la representación bidimensional —que se da tanto en la antigua gráfica japonesa como en el dibujo animado— como a la nivelación de la alta y la baja cultura que el artista defiende. Nivelación descendente, claro. Lo cual se ha querido entender como crítica cultural. Sus citas de las artes tradicionales niponas, como la iconografía budista, engrosarían ese barniz de dignidad artística. Incluso se ha llegado a decir que sus figurillas aluden a los espíritus sintoístas. No se puede imaginar nada más opuesto.

El modelo, claro, es Andy Warhol. Él mismo se encarga de subrayarlo. Pero lo que éste tenía de ambiguo y de dolorido desaparece por completo aquí. Quienes le defienden aducen que el artista lleva a cabo una operación transgresora al inyectar notas de violencia y procacidad en sus encantadores muñequitos. Pero esas distorsiones ya se dan en los dibujos animados y los comics para los niños que, con lo que se tragan, deben estar mejor curados de espanto que los adultos.

El infantilismo de la cultura japonesa ha traspasado fronteras. Incluso un artista español, Roberto Mollá, se ha metamorfoseado en Rober Tomoya y se ha dado al japonismo. No es mi intención criticar su obra sino señalar lo paradójico de su propuesta. En una entrevista de este mismo año en la que deja patente que tiene recursos argumentativos, dice: “Creo que hay que diferenciar entre la atracción que pueden sentir personas adultas por determinados productos supuestamente dirigidos a niños o adolescentes y la patología conocida como síndrome de Peter Pan, que supone inmadurez, irresponsabilidad, rebeldía o narcisismo. Muchos de estos productos comerciales, como muñecos de vinilo o peluches, personajes manga o anime y libros de ciencia ficción, tienen un diseño gráfico de mucha calidad, guiones divertidísimos o tramas muy sugerentes, y parece mentira que se tengan que reivindicar continuamente.

Artistas japoneses como Nara, Mr., Ai Yamaguchi o el mencionado Murakami, recogen esta imaginería en su trabajo y para mí resulta obvio que su aproximación es adulta, madura y muy elaborada. (…) personajes de mis cuadros y dibujos, como Osogoma, Baby Mezcla o Barbadillo Teddy Toy, tienen genes de pintor geómetra español y de mangaka japonés”. En concreto, estaba aludiendo a Palazuelo. Hay, en efecto, referencias formales a sus obras, pero ninguna a la profunda concepción de la superficie que había elaborado.

Se puede comprender que el universo estético de un artista muy joven guarde ecos de su infancia. Pero Murakami tiene 45 años. Esta regresión adolescente es frecuente en una parte de nuestra cultura popular y no tan popular. Y también es normativa la vinculación de la estética juvenil con la mercantilización de casi todo lo que toca. El consumo requiere productos que transmitan sentimientos asociados al placer, la felicidad, la despreocupación. Anteriormente, esta estética no tuvo tanto predicamento, y al menos por dos razones: la cultura no había sido del todo engullida por el mercado del ocio y, mientras que la madurez era un valor respetado, la inmadurez producía sonrojo entre los adultos, especialmente entre los hombres. Que una mujer fuera algo infantil podía tener disculpa; en un hombre se consideraba signo de debilidad. Ahora no es así. Treintañeros y cuarentones se comportan como adolescentes y comparten las aficiones de éstos. Son estrategias inconscientes para prolongar la juventud, que están teniendo un potente eco en la cultura a través del lifestyle. En todo este fenómeno se repite el hostigamiento a la frontera entre las artes de un lado y el diseño, la música, los videojuegos o los cómics por otro. Los sociólogos anglosajones se refieren a los adultos con tendencia a adoptar pautas de la cultura adolescente como kidults. Aquí se ha propuesto sin mucho éxito el neologismo “adultescentes”. Los responsables de marketing de las grandes empresas les tienen muy en cuenta, pues unen a una compulsión consumista un poder adquisitivo superior al de los auténticos adolescentes. Además de las aficiones citadas, se visten como criaturas, comen chucherías y ven películas idiotas. No suelen, es verdad, ser grandes coleccionistas de arte, pero si van a ver una exposición, preferirán algo como Murakami o Jeff Koons. La incidencia de estas modas en la “alta cultura” es indirecta pero evidente. Se producen en abundancia, se exponen por doquier y se venden bien dos tipos de obras relacionadas con ellas, que constituyen otras dos direcciones de la tendencia general que anunciaba al principio. Apuesto a que veremos muchas en ARCO.

Por una parte están las que tienen como tema la figura del adolescente; por otra, las que reproducen sus formas de vida y sus costumbres. Se centran respectivamente en la figura y en las prácticas. Pueden tener justificación desde un punto de vista sociológico o incluso vital: indagar en los conflictos de identidad que supone el paso a la edad adulta. Ese supuesto interés sociológico muchas veces no es tal, sino un “disfraz” para un tema que puede ser atractivo para la vista y apto para la decoración. Curiosamente, no abundan los adolescentes obesos, llenos de espinillas y con narices desproporcionadas —aunque los hay— sino los efebos encantadores y las niñas que sugieren lo que no deberían. Tal vez porque la visualidad artística se está diluyendo en el seno de la visualidad general, dominada por las herramientas publicitarias. A no ser que se nos esté vendiendo un limpiador, un fondo de inversión o un coche de lujo, la figura que encarnará el producto será no ya joven sino casi adolescente.

Interesa mucho, dentro de esta temática púber, la indefinición sexual. Un subtema que, destinado a un público supuestamente adulto, cobra en algunas ocasiones tintes escabrosos. No es la norma: las sugerencias eróticas suelen ser inocentes, y más una cuestión estética que abiertamente sexual. En la presentación de Will boys be boys?, una exposición itinerante comisariada por Shamim M. Momin que pasó por cinco centros de arte estadounidenses entre 2005y 2007, se definía claramente la cuestión al afirmar que los artistas tratan la adolescencia con “ambigüedad deliberada, con una mezcla de celebración, crítica, imitación y deseo”. La “crítica” es el factor menor. Era una muestra muy bien orquestada, en cuanto registraba los más importantes asuntos del arte regresivo: rituales y actividades de los adolescentes, el rave y el hip-hop, las peleas, el skate, las pintadas, el tunning y demás manifestaciones de lo que ha llamado “cultura urbana”.

El mes pasado se clausuró en La Casa Encendida la última de las exposiciones relacionadas con ella en nuestro país. Beautiful Losers presentaba la obra de la generación de “artistas” estadounidenses que en los noventa llevaron el skate, el graffiti y la música desde las calles a las galerías y los museos. Cuando la visité había una gran afluencia de público muy joven, seguramente interesado menos por el arte que por el skate y el graffiti. De hecho, esa misma tarde había en el patio del centro una demostración de habilidosos skaters. La Casa Encendida diseña una parte de sus actividades para un público joven, y se demuestra que muestras como ésta son capaces de llevarlo a las salas de exposiciones. Pero la realidad es que cuando las producciones de la cultura urbana o los videojuegos se exponen en galerías comerciales no se dirigen a los más jóvenes sino a quienes pueden comprarlas; y cuando se exponen en los museos cuentan con la sanción de sus responsables científicos y de los organismos públicos que las financian.
Otro ejemplo reciente es Rock my religion. Cruce de caminos entre el rock y las artes visuales, que se ha podido visitar, también hasta principios de enero, en el DA2 de Salamanca. Eran en realidad varias exposiciones, un total de veinte en once sedes de la ciudad, y formaban parte del festival de fotografía Explorafoto. Se planteaba como revisión histórica, desde los años cincuenta, de esas relaciones pero sólo en una parte del programa expositivo podíamos encontrar artistas: el grueso estaba protagonizado por fotografías y filmaciones documentales, diseños e ilustraciones.

Finalmente ha de considerarse una cuarta faceta del arte infantiloide: la practicada por quienes no han sabido o no han querido superar los medios de expresión primarios y quienes adoptan los de productos de entretenimiento como el videojuego. Desde hace unos años vemos por todas partes dibujitos. No pretendo despreciar una disciplina artística que me parece sumamente respetable. Sólo señalar que el aplauso crítico dedicado al dibujo en general como estrategia de oposición al arte más aparatoso y vacuo —a través de esa sutileza y esa vinculación a la elaboración mental que siempre se ha atribuido al medio— no debería extenderse a las obritas casuales, sin la más mínima ambición artística, completamente apegadas a una cotidianidad, a una subjetividad que no importa a nadie. Este tipo de trabajo suele calificarse por los defensores de estas tendencias como “fresco” o “desenfadado” y se acoge como algo que rompe con la rutina y sorprende por sus cualidades opuestas a lo esperado en el sistema institucional y de mercado. Pero la verdad es que ya se ha convertido en una rutina. Galerías y museos de renombre dan pábulo a artistas que se expresan con una pobreza de medios y de contenidos pasmosa, con una falsa ingenuidad, una torpeza y un falso amateurismo —la mayoría de los artistas jóvenes han pasado por las facultades de Bellas Artes y se les supone una formación—. La banalidad de estas posturas es similar a las de los artistas “de club”, que han introducido la discoteca, la moda y el petardeo en los museos. No es raro que, como Murakami, estos artistas ronden los cuarenta y tengan edad, por tanto, de tener hijos adolescentes.

En esta misma revista, en el número de diciembre, José Manuel Costa dedicaba un artículo a analizar las innovaciones narrativas de los nuevos videojuegos y defendía en algunos de ellos, como Bioshock, un calado político, económico, cultural, moral y emocional. Tengo que creer a Costa, pues no me siento capaz de ir más allá de ver el trailer del juego en el que queda claro que, en cualquier caso, se trata de matar gente o a bichos. Él mismo concede, con Rafael Chandler, que lo “narrativo y especulativo complejo” no es más que un “contexto para la acción”. En las artes plásticas inspiradas en estos productos, opina, apenas puede hablarse de juego, pues la interacción es muy limitada. Algo que se hizo evidente en la exposición Try again que comisarió Juan Antonio Álvarez Reyes en primavera, también en La Casa Encendida, que viajó después al Koldo Mitxelena. Hice el esfuerzo de ir a verla, por comprobar si me estaba perdiendo algo; me quedé como estaba, pues no conseguí hacer funcionar —debido sin duda a mi inexperiencia— la mitad de las obras. El videojuego es una “poderosa herramienta de difusión de ideología”, según Álvarez Reyes, quien defendía que su proyecto desbordaba el modelo expositivo al estar constituido además por performances, conciertos y ciclos de películas, ampliando sus límites “hacia otras realidades artísticas”.

Esta postura apunta quizá a una de las causas de la proliferación de arte adolescente y del desdibujamiento de las fronteras de las artes visuales y las industrias culturales. Hay miles de comisarios proporcionando contenidos a los miles de centros y museos de arte contemporáneo del mundo. El formato “exposición”, como bien dice Álvarez Reyes, se está intentando redefinir. Se percibe un agotamiento, se han ensayado todas las fórmulas, y el comisario que se precia quiere ofrecer algo renovador, maneras nuevas de propiciar la “interacción” de las obras y el público. Quizá por eso se ha tenido que ampliar el campo de lo “exponible”, incluyendo obras que no tienen interés en sí mismas pero que se ponen al servicio de una propuesta curatorial que puede ser muy enjundiosa (o no), y se ha extendido el recurso a las obras más “juveniles”, que prometen formas de relación nuevas.

Las exposiciones sobre el videojuego en particular y sobre el juego en general tienen, de otro lado, bastante éxito de público. Al visitante habitual de los centros de arte se suman los iniciados en la tecnología lúdica. Esto no es un factor a despreciar pues, dada la preocupación de los gestores de los museos por la taquilla, conviene diseñar un par de acontecimientos masivos en cada temporada. Y es muy gratificante para los responsables políticos, o para los patrocinadores, saber que están atrayendo a nuevos espectadores entre la juventud. Lo subrayaba Daniele Capra, en su ponencia Against the Aesthetics of Funny, publicada en las actas del Third CEI Venice Forum for Contemporary Art Curators (Trieste Contemporanea, 2007): la estética de lo divertido afecta tanto a las obras de arte como a la experiencia de la visita al museo. El visitante, dice, debe poder disfrutar relajadamente de lo que se le ofrece, sin que se le exija gran esfuerzo intelectual. Y, añade muy acertadamente, el kidult preferirá una exposición de arte contemporáneo a otra de arte histórico, ya que espera de aquél un componente de diversión. Incluso si lo que le ve le choca o incluso le escandaliza. Es lo que comprobamos —aunque cada año un poco menos— en ARCO. Esta expectativa de algo sorprendente proyectada sobre el arte es espoleada por los medios de comunicación, que se alejan cada día más de la información seria y el análisis para inclinarse hacia lo que el consumo cultural o de espectáculos parece exigir. En la televisión, incluida la pública, la situación es francamente preocupante: cada vez hay menos noticias sobre buenas exposiciones o actividades relacionadas con el arte contemporáneo, y cuando se dan es porque se vinculan con la moda, la cocina o los videojuegos.

Como conclusión provisional, destacaría que es preciso encarar seriamente la infantilización del arte actual no sólo porque amenaza con trivializar todo un espacio cultural en el que debería primar la reflexión, el análisis y la madurez creativa, sino porque forma parte de una puerilización general de la sociedad que apunta a un futuro bastante negro: los ciudadanos van perdiendo capacidad para responsabilizarse de reclamar derechos y cumplir deberes. Frente a la supuesta rebeldía del mundo juvenil, se revela su conformismo, su sometimiento a los dictados de los productores para el consumo.