Matadero, Madrid

Historia de ida y vuelta

Son “sólo” ocho instalaciones de otros tantos artistas, dos de ellos españoles, concebidas para un espacio específico a partir de una idea bien interesante. Algunos museos o centros de arte nos mortifican con exposiciones gigantescas, extenuantes, que pretenden agotar un tema o la trayectoria de un artista, sin tener en cuenta que el espectador tiene un tiempo, un límite de atención máxima, de susceptibilidad estética, y que los catálogos pueden ofrecernos información complementaria. Más vale apreciar 50 obras bien que 300 mal. Es competencia del comisario seleccionar, y en esta ocasión Virginia Torrente ha hecho un buen trabajo al invitar a estos ocho creadores de variada procedencia y con perspectivas diversificadas para que desarrollen una premisa: el arte se apropia de las disciplinas científicas con las que estudiamos la historia de la humanidad para establecer nuevas interpretaciones del pasado y para hacer lecturas que avanzan y retroceden a capricho, actualizando cualquier tiempo posible. Los yacimientos se cubren con estructuras, efímeras o permanentes, para proteger el terreno estudiado, y Torrente propone que imaginemos la Nave 16 como un recinto arqueológico en el que los artistas exhiben sus “hallazgos”.

Hay trabajos centrados en la arqueología y centrados en la antropología, y en algunos se combinan ambas disciplinas. Es magnífico el de Regina de Miguel sobre la región de Atacama, en Chile, donde confluyen un remoto pasado terrestre, el de las momias de Chinchorro, y un remoto pasado cosmológico, el que revelan los telescopios de Paranal, con los que se está mapeando la materia oscura en el Universo, y los pone en relación con la necesidad de una comunicación que salve las barreras impuestas: extraterrestre y extrasensorial. El montaje de proyectores es sensacional, el mejor que ha hecho. En todos los artistas, como en las ciencas que emulan o glosan, el método es fundamental. Está, sobre todo, en la arqueología del presente que realiza el estadounidense Mark Dion en Madrid con colaboración de alumnos de Bellas Artes de la Complutense, que no está entre sus obras más espectaculares sobre la recolección de detritus pero es pertinente. El portugués Pedro Barateiro ha formado otro de sus diagramas con lápices dorados, que en este contexto aluden no sólo a las plantas de las ciudades redibujadas sino también a los tesoros desenterrados. Más real es la ciudad de Paquimé, visitada por el mexicano Daniel Guzmán: representada en forma de buenas fotografías en las que la actualidad penetra las ruinas, y germen de una especie de “tormenta de ejercicios” plásticos y de iniciación a la historia que se despliega en el interior de un andamiaje evocador los usados en los yacimientos. Le pediría un poco de contención autocrítica. A Mariana Castillo Deball, también mexicana, le ha faltado personalizar su presentación de los trajes utilizados en el Brinco del Chinelo, el baile tradicional del carnaval de Morelos, utilizados el día de la inauguración en una actuación. Diango Hernández, cubano, utiliza otro material antropológico previo y de disfraz trascendente, una selección de la colección de máscaras africanas del pintor José de Guimarães, y los sitúa en el centro de una ruina artificial construida con las desdibujadas sentencias de la historia oficial cubana, en la que la negritud ocupaba un lugar problemático. Christian Andersson, sueco, y Francesc Ruiz se adentran en el territorio de la ficción; Andersson alude a las películas de ciencia ficción y a un futuro (1964) que ya es pasado a través de la secuencia clave en On the Beach, de Stanley Kramer (1959), mientras que Ruiz presenta a través de cinco cómics su investigación sobre un cómic erótico de gran éxito en los años 70 y 80, Sukia. Un poco traído por los pelos.

(Publicado en El Cultural)