Diseñart. Noviembre de 2007

Andy Goldsworthy. El templo arbóreo

En las entrañas del árbol.
Palacio de Cristal (MNCARS). Parque del Retiro, Madrid

Todos los interesados en las relaciones entre arte y naturaleza hemos seguido la trayectoria de Andy Goldsworthy (Cheshire, 1956), que compone junto a Richard Long y Hamish Fulton la gran tríada del Land Art británico. Pero casi todos, en España, la conocíamos a través de las hermosas fotografías en las que deja constancia de sus intervenciones en espacios abiertos. Esta instalación en el Palacio de Cristal del Retiro constituye todo un acontecimiento pues nos permite, por primera vez, contemplar en directo su trabajo. Y, sobre todo, es su proyecto más monumental hasta la fecha.

Mientras que Long y Fulton, de una generación anterior, han hecho del caminar su actividad artística principal, la forma de vinculación al territorio de Goldsworthy ha sido fundamentalmente constructiva. Desde finales de los setenta ha intervenido, casi siempre de manera efímera, en bosques, prados y costas, bien levantando cúmulos, torres o cabañas, bien tejiendo hojas y ramitas, o simplemente dibujando con barro o nieve. Los materiales que ha utilizado son los que el lugar le ha dado en cada ocasión, y lo ha hecho con una sensibilidad y un sentido poético excepcionales. Su concepto escultórico deriva del de su maestro David Nash, pero también, a pesar de las diferencias estéticas, del de Tony Cragg, en el sentido de que compone formas y estructuras con materiales cotidianos cuyo aporte de significación a la obra es muy destacado. La madera, la piedra, el hielo y la tierra, sin tratar, son los propios de Goldsworthy. Cada uno traslada una ancestral carga simbólica. Pero la trascienden al integrarse en dispositivos de comunicación entre tierra y atmósfera, entre hombre y paisaje. Las personas, ha dicho el artista, activan la obra. Y nunca hasta ahora había tenido tanto sentido esta afirmación, pues con su gran escultura en el Palacio de Cristal, inaugura una etapa en que la experiencia de la obra no es sólo visual, sino que tiene también lugar “en el interior” de la misma, en sus entrañas.

Las tres grandes cúpulas abiertas en su cima por óculos —el lejano prototipo arquitectónico sería el del Panteón de Roma— y comunicadas entre sí por puertas están realizadas, sin ninguna sujeción, mediante el apilamiento de 3.500 troncos de pino de Buitrago de Lozoya; obtenidos de la tala controlada de un bosque gestionado por la Comunidad de Madrid, volverán al aserradero cuando la obra se desmonte. El gran edificio lígneo hace eco interior del edifício vítreo en el que se inscribe y en cuyo diseño se inspira (yuxtaposición de bóvedas). Es igualmente un eco centrípeto del entorno jardinístico: el bosque acostado de pinos dialoga con el bosque vivo del Retiro. El sol, que golpea inclemente el que fuera erigido como invernadero de las plantas de Filipinas, atraviesa la trama de troncos y penetra en las naves circulares de resonancia eclesiástica. Son, anímicamente, nidos. El piar de los gorriones que sobrevuelan el Palacio de Cristal y que consiguen a veces colarse dentro de él subraya la metáfora. Los sonidos, no obstante, se borran en la percepción, ahuyentados por el gran silencio que nace del recogimiento, de la suspensión que provocan las obras capaces de obligar al espectador a encontrarse consigo mismo. También son cuevas, y refugios. Los dibujos entrecruzados que trazan las sombras de los troncos en el suelo remiten a las celosías monásticas; si visitan el Retiro un día de calor, comprobarán que hay otra temperatura dentro de las bóvedas, más fresca.

Uno de los rasgos más característicos de la obra de Goldsworthy es la valoración del equilibrio. Ha dicho que le gusta llevar la obra hasta el límite de peligro de derrumbamiento. La destrucción es parte del proceso artístico —y desde luego del natural— y es a veces el deliberado propósito de la obra, como en las que incluyen cúmulos o dibujos de nieve, hielo, o ése en que una estructura parecida a éstas, aunque más pequeña, es levantada al borde del agua para ser arrastrada por la marea. Aquí no hay peligro real de colapso, pero sí la sensación de inestabilidad, de dinamismo, acentuada por la libre circulación del aire y de la luz.